Soy el último
poeta de la aldea,
mis cantos son
humildes como un puente de madera.
Asisto a la misa
final entre abedules
que inciensan el
aire con sus hojas.
Se extinguirá la
dorada llama
de este cirio de
cera humana
y el remoto reloj
de la luna
gruñirá mi postrer
campanada.
Pronto saldrá el
huésped de hierro
al sendero del
campo azul,
sus negras manos
recogerán
la avena derramada
por la aurora.
¡Muertas manos,
palmas extrañas,
no vivirán entre
vosotras mis canciones!
Sólo los corceles
de las espigas
llorarán por los
viejos amos.
El viento acallará
sus relinchos
mientras baila la
danza del adiós...
Y el remoto reloj
de la luna
gruñirá mi postrer
campanada.
Arde, estrella
mía, no caigas...
Arde, estrella
mía, no caigas.
Derrama tus rayos
fríos.
Tras la muralla
del cementerio
ya no late ningún
corazón.
Luces con el
agosto y el centeno
y llenas la
quietud de los campos
con el temblor
sollozante
de las grullas que
aún no partieron.
Me alcanza
viniendo de lejos,
quizá del bosque o
del cerro,
otra vez aquella
canción
de mi país, y de
mi casa natal.
Y el otoño dorado
reduciendo la
savia de los abedules
llora sus hojas
sobre la arena
por todos los
seres que amé.
Lo sé. Lo sé.
Dentro de poco,
ni por mi culpa ni
por la ajena
tendré que
tenderme también
detrás de la negra
muralla.
Se apagará la
llama cariñosa
y se convertirá en
polvo el corazón.
Los amigos pondrán
una piedra gris
con una alegre
inscripción.
Mas yo, pensando
en la triste muerte
así la compondría
para mí:
"Amó a su
patria y a su suelo
como un borracho a su
taberna".Serguéi Esenin