30 de agosto de 2006

Libro recomendado: “Vagabundos de la nada”


Una de las más notables páginas de la historia literaria chilena está contenida en este libro, cuyo título completo es “Vagabundos de la nada: poetas y escritores en el bar Unión”, y que fue publicado bajo el alero de la editorial La Calabaza del Diablo (Santiago) en 2003.

Se trata de una generosa recopilación de cuentos y poemas de varios literatos nacionales, publicadas en torno a numerosas tertulias bohemias vividas en este bar ubicado en el centro de la capital, en días en que la oscuridad de la derecha gobernaba el país, tal como cuenta Ramón Díaz Eterovic en la introducción del texto:

“1980. Nos rodea la oscuridad de la época y el miedo asedia al vino. Hablamos en susurros. La vieja mesa de madera crece con las horas. Al mediodía ha llegado Jorge con algunos libros bajo el brazo. Lo espera su hermano Iván. Lo esperamos Rolando Cárdenas, Germán Arestizábal, Alvaro Ruiz, Carlos Olivares, Roberto Araya Gallegos, Aristóteles España, Juan Guzmán Paredes, Mardoqueo Cáceres y algunos más que ‘matamos’ las horas conversando de poesía, de fútbol, de los chismes literarios de esos días, pobres y grises, como todo lo que nos rodea. Es el inicio de una tertulia más en la ‘Unión Chica’, bar ubicado en la calle Nueva York, en el centro de Santiago, con sus garzones de chaqueta blanca y mesas de madera, que eran el medio que rodeaba nuestras reuniones; de esas charlas interminables que iban quedando registradas en una bitácora que Jorge Teillier custodiaba con especial celo y que finalmente, después de su muerte, se encontró en su casa de La Ligua, entre sus libros de poesía y manuscritos”.

El libro transporta de inmediato al lector a un ambiente mágico, místico y cálido, pero que no alcanza un perfil de olimpo: es que en un bar no hay dioses ni diosas, aunque Jorge Teillier o Stella Díaz Varín sean algunos de sus parroquianos más frecuentes. La poesía es la única que podría denominarse como “diosa”, cuestión que igual es bastante discutible. Pero ese es otro asunto.

“Vagabundos de la nada” parte con la ya mencionada - y notable - introducción de Díaz Eterovic, más un artículo publicado en 1982 por el mismo Teillier en el diario El Mercurio (que en esa época apoyaba con todo a la dictadura, ¡oh! paradojas de la literatura y sus “dioses”) y otros escritos de Poli Délano y Mariano Aguirre, que ayudan a entender el contexto y la forma en que fue concebido este proyecto: un grupo de laburantes sencillos, apasionados y bohemios, dejando constancia de la creación sobre la represión, en un país que en ese instante comenzaba a desaparecer como tal.

Los textos puestos en la mesa son de buena calidad, cada uno en su estilo y temática. La recopilación estuvo a cargo de Díaz Eterovic e incluyó, en orden alfabético, a Roberto Araya, Germán Arestizábal, Mardoqueo Cáceres, Juan Cameron, Rolando Cárdenas, Ramón Carmona, Ramón Díaz Eterovic, Stella Díaz, Gonzalo Drago, Aristóteles España, Mario Ferrero, Jaime Gómez, Juan Guzmán Paredes, Eduardo Molina, Ronnie Muñoz, Carlos Olivares, Ramón Riquelme, Alvaro Ruiz, Iván y Jorge Teillier (hermanos ambos), Enrique Valdés, Julio Venegas, y Leonora Vicuña. Mención aparte merecen las llamadas “actas de la Unión Chica”, redactadas por todos los asistentes, y en donde se aprecia, en un lenguaje más coloquial, la cotidianeidad de la época y las relaciones personales entre todos los “vagabundos de la nada”.

Este es uno de los libros imprescindibles para comprender la poesía chilena de la década de los ’80. Nos remite a la necesidad de la palabra de expresarse en cualquier contexto, reivindicando a la vez la figura del bar como punto de encuentro social y cultural que no desaparece jamás de las ciudades, por muchos toques de queda que caigan sobre ella.

Veamos algunos poemas.

De Germán Arestizábal:

“La calle escarlata”


Siempre llueve en esa calle,
la gente lleva sombrero,
hay un olor a pizza y florerías,
altas veredas,
como las inalcanzables mujeres
que descienden de brillantes coches
con chofer.
Edward G. Robinson camina despacio,
masticando recuerdos, aquí encontró
el amor que trastornó su vida,
duró muy poco y con triste final,
por unos días se sintió amado,
alto, audaz, juvenil y vivaz.
Esto fue hace tiempo,
hoy arrastra los pies, hablando
solo por esta calle
esperando esta vez
volver a verla
una vez más.

De Juan Cameron:

“Cuando muere un camarada”


Difícil es hallar una cerveza en la noche de Lutero
Los boxeadores impiden la entrada a las discotecas
como si fuera el cielo o el infierno
Los siete círculos de la lluvia se burlan en los árboles
El despertador es una broma de tiempo y los kioscos
cierran sus piernas a los desesperados
Las hermosas pasean con luces de neón
/ como taxis por las avenidas
Los buenos muchachos duermen en la tierra
prometida sin premura ni sed
En los sueños boxean
Y el murmullo de las ruedas sobre el asfalto semeja un arroyo
en el valle central
de un país olvidado que no existe.

De Rolando Cárdenas:

“Los silencios”


A veces en la casa lo único que se oía
era el crepitar de la leña en la estufa
y el acompasado ruido de la devanadera
en la que se absorbía la abuela.

Todos reunidos y todos silenciosos
como llamados a presidir solemnemente el invierno,
con una actitud igual que en el sueño de las noches
pero con dos vidas detrás de esos años:
una, con miles de árboles blanqueados
y otra, que deja crecer el silencio de ahora
con la ventisca alrededor de esta casa.

El crepitar de la leña les devora las palabras
y las vueltas de la devanadera los aleja y los adormece.

Por dentro la casa es un silencio de madera,
pero después de tanto tiempo
alguien se mueve de su asiento y se acerca al fuego,
porque alguna gota de lluvia rezagada
que burbujeó en la tina
es motivo para comentar brevemente sobre el cielo despejado.

De Ramón Díaz Eterovic:

“Cárdenas”

Algunas tardes vuelvo a la cantina
donde él embriagaba su sonrisa provinciana.
Sus poemas saltan a mi memoria,
como huidizos y lejanos copos de nieve.
Recuerdo las calles
que recorrimos
mientras el viento
- aquel del sur y el corazón -
nos decía
que éramos tan frágiles
como los rayos del sol
en un amanecer magallánico.

Algunas tardes
su nombre asoma en el vino que bebo.
Y es como una llama
que ilumina el camino,
ahora
que estoy solo
y los amigos se han ido
sin anunciar la fecha del regreso.

“Retrato de un puntero izquierdo”


Solo,
apegado a la línea de cal
con la pelota junto al pie,
y el aliento
de los defensas a sus espaldas.

Sueña con llegar a la red del arco contrario,
y por amor a la libertad
juega por el sector izquierdo de la cancha.

De Aristóteles España:

“Jorge Luis Borges en un prostíbulo”


Con su cara de maldito y sus ojos de leopardo extranjero,
el poeta entra a un prostíbulo en el sur de Chile;
nadie lo acompaña esta vez,
ni profesores ni damas extravagantes,
es El con su líbido y su cruz.

Vino de incógnito a Chile con el único objetivo
de
hacer
el amor,
ni poemas,
ni conferencias, sólo sexo,
el gran sexo del sur chilensis,
con hembras como fantasmas
que salen de sus bolsillos ingleses,
es El.

Con el dinero de su amante y piernas que tiemblan,
compra a hembra chilena y baila el único
bolero antes de ir a la cama,
Borges tiene hambre,
ingresa con mujer mapuche al nervio,
sólo al nervio, dijo.

Y comienza a volar por el dormitorio y sus
enanos vuelan
también;
la mujer llora desconsolada
porque Borges la ha penetrado, ¡es Borges!

la habitación se mueve
y los huesos atraviesan el local
y todo el sur con el nombre.

De Mario Ferrero:

“Invierno”


Esta tarde de invierno,
quemando mi café en la llama fría,
siento el hueso capital
la furia
de dos gotas inmensas de neblina.

Se sentaron los vuelos pierna arriba
detrás de la llovizna.
Es un caballero eterno el que se muere
de tanto galopar contra la vida.

Hay en tus ojos una herida rubia
esta tarde de invierno,
esta tarde lejana y ya vivida
en que estoy fuera de mí,
apenas calentando este duro café
en la llama fría.

De Jaime Gómez:

“Versos a la muerte”


A mi tierra

Yo no vengo a pedir venganza
por mis muertos,
ni vengo a pedirle a la muerte
que comprenda.
Yo sólo traigo las voces de los pájaros,
yo sólo traigo estos versos a la muerte.
Cuando se mata un árbol,
algo del aire entre sus ramas muere,
pero otros verdes del árbol amanecen.
Por eso nace el sol.
Por eso la luz caída, en el monte,
reverbera.
Deshojada la flor, sigue naciendo.
Yo no vengo a pedir venganza
por mis muertos.
Pero ha de ser
y, un día,
rendida ha de caer también
la muerte,
rodando, a la huesera.

De Ronnie Muñoz:

“El milagro de la vid”


A Omar Lara

En cautivantes lagares cantan
las almas de los divinos borrachos
que se marcharon al corazón del cielo
con un ardiente racimo entre las venas.

El vino es topacio y río,
en el sereno altar de la vendimia.
Pájaros ebrios picotean la uva
y el diablo baila en los toneles.

Amo el viento besando los parrones,
las bodegas anhelando la cosecha
y al mosto que se desliza entre los senos
de lozanas vendimiadoras.

Me estremezco en las bodegas olorosas,
en el edén de todos los viñedos;
cuando la magia de los toneles
embruja las sedientas miradas
de poetas, frailes y borrachos.

Manos ardientes cogen los vasos
y en el ritual del amor y la alegría,
los amantes se tienden junto a un ánfora,
agradeciendo a Dios, el perpetuo milagro de la vid.

Ángeles rojos sonríen en las vasijas,
rudas manos exprimen los racimos,
que estallan como pezones sagrados.

La tarde se marea, el viento se marea;
gatos borrachos sueñan en los toneles;
enrojecen los labios de la tarde
y se marea el viento.

Revienta una guitarra, sonríen los luceros
y las copas se trepan a los labios,
para exaltar el rito del vino luminoso,
que alegra el alma del rico y el mendigo.

De Jorge Teillier:

“Sentados frente al fuego”


Sentados frente al fuego que envejece
miro su rostro sin decir palabra.
Miro el jarro de greda donde aún queda vino,
miro nuestras sombras movidas por las llamas.

Esta es la misma estación que descubrimos juntos,
a pesar de su rostro frente al fuego,
y de nuestras sombras movidas por las llamas.
Quizá si yo pudiera encontrar una palabra.

Esta es la misma estación que descubrimos juntos:
aún cae una gotera, brilla el cerezo tras la lluvia.
Pero nuestras sombras movidas por las llamas
viven más que nosotros.

Sí, ésta es la misma estación que descubrimos juntos:
- Yo llenaba esas manos de cerezas, esas
manos llenaban mi vaso de vino -.
Ella mira el fuego que envejece.

De Leonora Vicuña:

“La hora del lobo”


Es la hora del lobo.
La madre cierra suavemente las persianas.
Salen de sus oscuros escondites las polillas,
las baratas.
Puertas adentro la ciudad se recoge
en su desesperanza.
En el silencio total que nos inunda,
un suspiro puede ser una amenaza.

Los lobos rondan las calles abandonadas.

De pronto: disparos y un grito a la distancia.
El corazón se agita.
Los ojos se dilatan.
Nadie se mueve.
Nadie dice nada.
Pero todos sabemos
en la tibia oscuridad de la casa
que alguien esta noche ha caído en una trampa.

Santiago de Chile, 1982.