Han pasado veinte o treinta años. Cuarenta desde que nací. No somos niños, los de las páginas anteriores. Habemos muertos, perdidos, olvidados. ¿Hay ricos y poderosos? Sí, los hay: están con la Junta. Habemos desterrados; el exilio no es estar en otra parte que el país donde se nació: es no estar en ninguna parte.
Ellos, con la Junta, ¿están en Chile?
Creo que son más desterrados que yo. Se asilan en sus intereses, en los bienes que creen que tienen. Se identifican con sus bienes. Esas cosas son su patria.
¡Pobres hombres!, ellos, pero también yo, que creíamos ser más que las cosas. Ellos han terminado identificándose con cosas y yo perdiéndolas. Dije que prefiero renunciar a esa gente. ¿No debería decir también que la he perdido?
¿Qué creíamos ser?
No una clase. En el sentido escolar podíamos ser clase: Cuarto Año B o Sexto de Preparatorias, último de Humanidades, clases. Compañeros de clase.
Socialmente no. ¡Cuántas diferencias creíamos que había! Infinitas. Cada familia era una clase por sí sola; los parentescos eran ley. “Somos medio parientes”. “Mi primo el guatón T.”. “El papá de…”.
De muchos se decía, o se sabía sin decirlo: son de clase media, medio pelo. Algunos se decían a sí mismos (inseguros): Nosotros, los de la clase alta… gente bien. Pero otros, más seguros, no se lo decían: lo sabían.
Otros, no sabíamos, en esas épocas, sino que éramos: “decentes”.
Qué importan las distinciones sutilísimas a que nos fuimos acostumbrando. Nosotros éramos, todos, sin distinción, el más perseguido entre nosotros como el más dominante, todos aventajados frente a los pobres.
La existencia de los pobres era lo que nos daba unidad entre nosotros.
La cultura que teníamos acerca de los pobres era nuestra fuerza de cohesión. Los observábamos todo el tiempo, tácitamente. Ellos eran: los otros absolutos, los otros de todos nosotros, los otros de todo.
Encarnecidos, peligrosos, feos. Contagiosos, protegibles. Necesitaban de nosotros, debíamos actuar de manera que les fuéramos necesarios para siempre. Dependientes.
Los caballeros deben mandar. Si no, este país se acaba.
***
“Nosotros, los pobres, ustedes, los ricos. Ustedes los ricos son todos iguales. ¡Nos tienen fregados a nosotros los pobres!”. Me enojé.: “Yo no tengo nada en contra de los pobres”. “Ustedes tienen de todo: por eso son ricos. ¡Nosotros sí que no tenemos nada!”. (De todo significaba: hasta dos pares de zapatos). “Pero nosotros les damos limosna a los pobres”. El niño, mayor que yo que tenía siete, él tendría nueve años o diez, pero no más alto que yo ni más fuerte, saltó como un gato al que le pisan la cola. “¡Rico desgraciado!”. Retrocedió, se agachó. Al pararse de nuevo, vi que tenía las manos llenas de piedras. “¡Vas a ver!”, me gritó retrocediendo de espaldas y tirándome piedras. Tenía buena puntería. “Van a ver lo que les va a pasar, ricos de mierda”. Retrocedía rápidamente, cateando a lado y lado por si salía una empleada a la puerta o alguien a mirar por la ventana. “¡Son todos iguales!”, gritó y lanzó la última piedra. Dobló la esquina y desapareció. No se le vio nunca más por esos lados.
Existíamos por contraste, teníamos identidad en comparación con lo que no éramos, contra los otros. De ahí el sadismo social chileno.
***
(Si me pregunto, pasados tantos años, ocho meses después del golpe, cómo se explica la brutalidad de los militares y ciertos civiles condescendientes a sus voluntades, qué significa el endoso apenas disimulado de un buen número de otros que no quieren saber pero saben - más allá de la pasividad que provoca el terror a la Junta -, la única respuesta es: el antiguo sadismo social contra los pobres, son sus mil formas imperceptibles en el pasado, cubiertos como estaban por la famosa institucionalidad legal, las libertades públicas, una especie de pacto social - impuesto pero de apariencia viable -, disfrazado por la gran ideología histórica nacional; las peculiaridades de Chile… ¡Éramos muy distintos a los demás sudamericanos! Sí: muy distintos: cuando se trató de matar, los militares y sus paniaguados y sus consejeros demostraron que la actual singularidad chilena en Sudamérica es matar más, violando leyes).
***
Se consideraba que el pueblo era muy feo. Tener cara de roto, manos de roto, facha de roto: insultos. La misma palabra roto - cualquiera que sea su origen histórico y su etimología - expresa: lo incompleto, lo violado, lo inservible, lo que se puede y se debe botar. ¡Modos de roto! No saberse mover, sentar ni comer ni vivir. Lo que está roto es barato. A los rotos chilenos se los puede tratar como cosas de utilidad limitada. ¡Hay tantos y todos igualmente rotos! Más de los necesarios.
La hipocresía social hace que estas nociones no sean casi nunca explícitas. La prudencia social en los últimos treinta o cuarenta años evita incluso que se manifiesten en el trato directo de patrones con asalariados. Pero en la conversación y con más frecuencia en los chistes entre “patrones”, la idea de la inferioridad congénita, espiritual y física, moral, estética y sensible de la gente del pueblo chileno, domina siempre y es una cantidad mensurable que los privilegiados están dispuestos a restar en sus cálculos sobre lo que merece el pueblo (lo que merece comer, la dignidad que merece).
Me dirán que exagero. Naturalmente hay excepciones. Naturalmente una actitud colectiva inconfesable como ésta se disfraza de paternalismos, racionalizaciones, argumentos económicos, piedad religiosa. No es del todo consciente. No sería soportada por la conciencia civil si no fuera secreta.
Pero se revela incluso en la celebración, de los dientes para afuera, de las cualidades del roto chileno. Hasta hay una estatua y una plaza en Santiago dedicada a ese roto. La escultura de bronce representa a un “roto” más griego, romano y mediterráneo de proporciones clásicas que chileno.
El físico del hombre popular de Chile suscita en la clase “alta” repugnancia y escarnio; cuando, en el extranjero o frente a extranjeros debe caracterizarlo, o lo idealiza o trata de disculpar sus “fallas” con pacata vergüenza. En la reserva de sus conversaciones de negocios con extranjeros, critica sin ambages los defectos morales y físicos que - ¡en su experiencia! - tienen aquellos que llama: esa gente. El apelativo suena como un latigazo. ¡Qué gente ésa! Floja, torpe, exigente, desordenada, irresponsable.
Las bromas sobre la mujer popular, y la irritación mezclada a la tentación de degradarse en su contacto, enturbian aún más el trato con las “chinas” que el que sufren los rotos.
La palabra “china”, ¿qué origen tendrá? Es poco probable que haya implicado, aún en su origen, un cariñoso elogio. Basta oír las frases equívocas a medias palabras, sobre los caballeros - eran numerosos hace años - que en su vida sexual non sancta mostraban esta invencible inclinación: ser “chineros”. “Le gustan las chinas”. Oída en boca de señoras, en rápido susurro, (no está bien detenerse en tales debilidades), la palabra china y sus derivativos eran hasta entrado el siglo XX estigma y anatema.
***
De nuevo me dirán que me dejo llevar por la exageración rabiosa de trazos parciales y ya superados de costumbres mucho menos generalizadas de cuanto doy a entender.
Trato de ilustrar, barajando mi experiencia de cuarenta años, una situación que varios otros han descrito: el abismo social que en la psicología de quienes dominan Chile, los separa del pueblo cuyo trabajo es condición para que exista el dominio. Una compleja serie de mitos nacionales justifica y, al mismo tiempo, encubre tal percepción de una diferencia que se desea básica, esencial, eterna. La ideología pública fundada por los grupos dominantes nutriéndose de una historia mítica, proyectándose en instituciones que eran consideradas intocables y a la vez susceptibles de perpetua renovación interior, legitimaba la gran diferencia entre explotados y patrones.
Este rasgo colectivo de Chile se refleja, a mi juicio, no menos que en los estudios de ingresos y repartición de la riqueza - y la pobreza -, en el mundo cultural del lenguaje social chileno. Y en este libro es el lenguaje a que recurrimos para revelarlo. Las palabras tabúes tribales, cuando salen a la luz parecen siempre caricaturas.
Este sadismo ahora desatado exhibe aspectos femeninos. Bajo la voz bronca de los militares y en sus actos de fuerza cuartelera, en los escritos que se quieren definitivos y en los discursos que se quieren terminantes, pulsiones hay de estridencia y espasmo. En sus condenas a los políticos hay despuntes del celos, como un perfil de la envidia que desde generaciones han incubado las mujeres de los militares - empleados públicos subalternos - hacia sus coetáneas, las mujeres de los hombres de poder. Y en las admoniciones a quienes llaman (es la expresión de un Decreto Ley de la Junta) “nuestros trabajadores”, en la amenaza inflexible de más trabajo por la misma o menos paga, disciplina sin derecho a voz ni a réplica, se repite a escala nacional el estilo de “dueña de casa” que administraba a las “sirvientas” de mano para todo servicio. (“No sea respondona. ¡Se va, pues, de la casa! Váyase con sus trapos a la calle”).
Hoy, desde este ángulo, en Chile ha parido Marte.
***
Para dominar y ser clase dirigente, era necesario tener los bienes de capital bajo control, el Gobierno y las instituciones del Estado por sí o por mandatarios, jugar a la política con más entrenamiento y mejores equipos; pero igualmente necesario, en régimen formal de libertades públicas, derechos políticos y civiles, en la democracia histórica de Chile, controlar la ideología del Estado. Y a la ideología de las clases dirigentes hacerla pasar por consenso nacional.
En esto, quienes han sido dueños del Chile histórico demostraron durante muchas décadas suma habilidad.
La hegemonía estaba asegurada por una ideología “nacional” secretada por las acciones y las omisiones de quienes dirigían al país, por su reacción frente a quienes soportaban el peso económico de tal dirección minoritaria, y también frente a los hechos aparentemente exteriores de la gran política, la gran economía, las grandes finanzas internacionales que - desde centros de poder misteriosos - fueron la condición irrecusable del privilegio de los que mandaban dentro.
La legislación de Chile, la institucionalidad chilena, las formas de su democracia, las distorsiones de su economía (la antigua inflación perpetua, por ejemplo, verdadero fátum en la vida del país), los tipos humanos de la política diaria como las situaciones recurrentes de conflicto social, los partidos y las universidades, las iglesias, la presencia de extranjeros, el drama y lo cotidiano, todo iba asimilándose en una estructura de mitos. No era una operación fácil, no bastaban las fantasías o las intenciones individuales, era una labor colectiva en que la tendencia la indicaban - con sus decisiones políticas, y cuando era indispensable con el uso de la fuerza bruta - las clases dirigentes, mientras su estructura, minuciosa, compleja y formal, constituía la función de los intelectuales del sistema.
Intelectuales en sentido muy amplio, comprendiendo profesionales y burocracia (inclusive oficiales militares y sacerdotes, para no hablar de esos fehacientes que son los profesores, los periodistas, los políticos), sin atender a su personal colocación en derechas o izquierdas; intelectuales del sistema, no de los regímenes de Gobierno.
El número relativo de intelectuales chilenos, en esta acepción, ha sido desde hace mucho, en proporción, notablemente grande. La cohesión fundamental de sus concepciones ideológicas de lo que Chile era, había sido en el pasado y podía ser en el futuro, alcanzaba un grado que no es frecuente sino en países viejos. Resultaría sencillo objetar esta característica diciendo que las tensiones políticas, los altibajos del debate público, las divisiones de opinión, los bloques sociales, que marcaban desde hace largos años al Chile de antes del golpe, contradicen toda idea de cohesión. Error: pues parte de la fuerza integradora del sistema era en Chile justamente el margen notorio de contraste político en lo secundario, en todo aquello que no ponía en duda las bases últimas del sistema.
Hasta qué punto esta serie de mitos garantizados y legitimados constituía una mistificación enorme, se vio el 11 de septiembre de 1973.
*Textos extraídos del libro “Caballeros de Chile”, de Armando Uribe, escrito entre marzo y junio de 1974.