10 de noviembre de 2018
Niña hondureña
Las ventanas abiertas.
La brisa entrando suave,
haciendo bailar las cortinas
y la imagen que subyace
en el sueño de ella.
Ella sueña con un prado:
árboles de hojas transparentes
un arroyo cargado de conchitas
y las nubes jugando a dibujar
figuritas en el cielo.
Ella sueña con la paz
que aún no alcanza a tocar,
escapando, siempre escapando
de los colmillos en forma de bala
que disparan contra los suyos.
En su sueño nada de eso existe.
Es ella y las hojas, las conchitas,
y unos cuantos animales que asustados
la miran de lejos. En su sueño
los caníbales modernos no existen.
Todo es brisa, ropa limpia,
una madre feliz, verduras y vegetales
sembrados en el patio de una escuela
donde ella aprende bailando. Y las balas
son solo semillas que el viento arroja.
Ella pone sus manos tras las hojas.
Observa las marcas de sus palmas
y encuentra caminos y escondites.
Y entonces se ve a sí misma, huyendo
de la terrible tragedia que es su patria.
La niña duerme. La niña sueña.
Y es la humanidad entera la que resiste
en sus párpados: un grito que se acumula
en su garganta callada: un sueño donde
la humanidad sí existe, y es buena.