Nadie
imaginó que su baile coquetón arriba del ring era una danza de conquista. Nadie
pensó siquiera que su mano derecha fuerte también podía acariciar los mentones
y los hombros sangrantes. Nunca pensaron que el número uno de los guantes de
oro, que el paladín de los sudamericanos, al que no le pegó nadie ni en el
cuadrilátero ni en la esquina, el que se zumbaba a quien quería, al que no le
quedó títere con cabeza en Los Lagos y sus alrededores, volvería de Santiago
muerto y vestido de mujer.
Porque
¿cómo conjugar su título de campeón de box con su clandestino hábito de irse a
Santiago a revolotear de mariposa nocturna? Difícil era figurarlo frágil y
lechuguino, si todas las veces hacía rodar por el suelo a cuanto macho de pelo
en pecho que se le ponía por delante. Cuando la copucha se repartió entre los
intersticios del pueblo nadie la creyó. Si estaba “entrenando” decían en San
Miguel, si “cuida autos” decían en la Cisterna, si era “sereno” en Conchalí, si
era “junior” en Macul, si es “copero” en Maipú. Hasta que llegó “muerto no más”
por una cuchillada nocturna y traicionera, que no pudo esquivar con las fintas
de sus mejores noches, porque la pasta base y los zapatos de taco alto le
entorpecieron su famoso baile de gorrión.
Ahí estaba
ahora, en la vitrina de los muertos, cubriendo su palidez inerte con colorete.
Su franco pelo duro se había trastornado en una brillante peluca rubia, el
protector bucal lo había reemplazado por un lápiz labial escarlata, sus
pestañas de indio eran ahora crespas y largas agujitas azabache. Nadie lo reconoció.
Sólo dos
cosas anunciaban que era el campeón: primero, su nariz de aguilucho aporreado,
estaba en la posición en que la dejan los guantes adversarios y que sus nuevos
amigos santiaguinos no pudieron ocultar con mañas de maquillaje. Lo otro, era
el cinturón de Campeón Sudamericano, que brillante e inútil estuvo todo el
tiempo arriba del féretro y que lo acompañó como única flor en su viaje final
hacia la tierra, que lo recibía envuelto en perfumes de mujer y con guantes de
boxeador.
Por Javier Milanca
Extraído de
“Pichi Epew”
Ediciones Periféricas