El
ambiente es chato, lleno de piscolas y latas de cerveza mezcladas con
alquitrán; la sensación generalizada es de una plana estupidez, validada por el
poder que da el dinero, la falopa y la tecnología; la poesía surge ahí como un
débil cacareo y se confunde con la imbecilidad de los memes, un patético neo-humorismo
que sitúa la imagen poética al mismo nivel de un stand up comedy; un
espectáculo inocuo disfrazado de político, risible como el eructo gaseoso de un
ingeniero comercial jugando a ser poheta y al que todos aplauden sin recordar
una sola palabra de su miserable show; al final todo termina con el vómito de
siempre, en el tristísimo baño de siempre, con el hígado retorcido y el hocico
balbuceante, espumante, intoxicado con la bebida oficial del neo-fascismo que
cabalga brillante en cada una de las palabras que este reptil enhebra en su desechable puesta en escena, icónica por su patética e inofensiva
rebeldía, siempre disponible y descargable en el inmundo catálogo de la
literatura sin contenido que tanto gusta a los pequeño-burgueses arribistas de
Santiago; poesía babosa cuya máxima expectativa es superar la resaca para
empezar de nuevo a estafar con el viejo truco del arte por el arte, con la jeta
amarrada al cordel neoliberal que lo alimenta y lo hace engordar como un cerdo marciano que se recordará por insípido y estéril o corredor
de bolsa, gris y enemigo, al cual todos golpearíamos por insolente y mala clase pero que finalmente zafa por causar lástima con su sebo
alcohólico y su patológica mirada de humorista de tercera peinado con gel y jalea de moco.