Así como medimos los desastres naturales, en pérdidas, podemos medir el desastre de nuestras almas: aquellos mordiscos que tiran a negro nuestros colores, que secan nuestras flores humanas y nos silencian sin matarnos. Hablamos desde una sociedad mutilada en su alma más frondosa, la fraternidad y la conciencia. Nos arrebataron ese dulce y antiguo libro de las manos y nos castigaron desterrando el conocimiento que nos hizo libres. El viejo saber del pueblo fue quemado en las calles de la república, hay evidencias. Después hicieron la educación sinónimo del barro. Arrojaron nuestras preguntas al fondo de la quebrada, envueltas en bolsas negras. Las nuevas leyes, de ahí en adelante, fueron la competencia, el libre mercado, y los perdedores que se supone deben existir para que haya competencia. Por eso aumentaron los vicios en las periferias; todo fue sometido al embrujo asqueroso de la vainilla seca; pastillas para todo de por medio; jarabes y jaurías, neoprenes y reproches, tolonpas y falopans. Hijos nuevos con tu misma tierna mirada de cachorro, pero ahora concientes de la barbarie, recordando los huesos dislocados a un costado del camino. Muchos vimos a estos hijos perderse en la lejanía absoluta del gran capital. No los desaparecieron como a sus tíos, los quemaron lentamente, con venenos en la esquina del bar, con polvo seco en los pulmones, con cerebros reventados por piedritas de coca. Ya hemos perdido casi todo. La universidad, la escuela, el barrio. Nos rodean muros de concreto gris, nos acechan guardias privados y públicos; la gente no entiende lo que lee, las verduras están contaminadas con plaguicidas, los barcos industriales arrasan el mar, las mineras destrozan la cordillera, se secan los ríos, se acaba el bosque, y con ellos nosotros, la gente de la tierra, quebrada por el garrote capital, resistiendo, simplemente, en la juventud.
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