14 de febrero de 2014

Soy el último poeta de la aldea

Soy el último poeta de la aldea,
mis cantos son humildes como un puente de madera.
Asisto a la misa final entre abedules
que inciensan el aire con sus hojas.
Se extinguirá la dorada llama
de este cirio de cera humana
y el remoto reloj de la luna
gruñirá mi postrer campanada.
Pronto saldrá el huésped de hierro
al sendero del campo azul,
sus negras manos recogerán
la avena derramada por la aurora.

¡Muertas manos, palmas extrañas,
no vivirán entre vosotras mis canciones!
Sólo los corceles de las espigas
llorarán por los viejos amos.
El viento acallará sus relinchos
mientras baila la danza del adiós...
Y el remoto reloj de la luna
gruñirá mi postrer campanada.

Arde, estrella mía, no caigas...
Arde, estrella mía, no caigas.
Derrama tus rayos fríos.
Tras la muralla del cementerio
ya no late ningún corazón.

Luces con el agosto y el centeno
y llenas la quietud de los campos
con el temblor sollozante
de las grullas que aún no partieron.
Me alcanza viniendo de lejos,
quizá del bosque o del cerro,
otra vez aquella canción
de mi país, y de mi casa natal.
Y el otoño dorado
reduciendo la savia de los abedules
llora sus hojas sobre la arena
por todos los seres que amé.
Lo sé. Lo sé. Dentro de poco,
ni por mi culpa ni por la ajena
tendré que tenderme también
detrás de la negra muralla.
Se apagará la llama cariñosa
y se convertirá en polvo el corazón.
Los amigos pondrán una piedra gris
con una alegre inscripción.
Mas yo, pensando en la triste muerte
así la compondría para mí:
"Amó a su patria y a su suelo
como un borracho a su taberna".

Serguéi Esenin