30 de agosto de 2006

Libro recomendado: “Vagabundos de la nada”


Una de las más notables páginas de la historia literaria chilena está contenida en este libro, cuyo título completo es “Vagabundos de la nada: poetas y escritores en el bar Unión”, y que fue publicado bajo el alero de la editorial La Calabaza del Diablo (Santiago) en 2003.

Se trata de una generosa recopilación de cuentos y poemas de varios literatos nacionales, publicadas en torno a numerosas tertulias bohemias vividas en este bar ubicado en el centro de la capital, en días en que la oscuridad de la derecha gobernaba el país, tal como cuenta Ramón Díaz Eterovic en la introducción del texto:

“1980. Nos rodea la oscuridad de la época y el miedo asedia al vino. Hablamos en susurros. La vieja mesa de madera crece con las horas. Al mediodía ha llegado Jorge con algunos libros bajo el brazo. Lo espera su hermano Iván. Lo esperamos Rolando Cárdenas, Germán Arestizábal, Alvaro Ruiz, Carlos Olivares, Roberto Araya Gallegos, Aristóteles España, Juan Guzmán Paredes, Mardoqueo Cáceres y algunos más que ‘matamos’ las horas conversando de poesía, de fútbol, de los chismes literarios de esos días, pobres y grises, como todo lo que nos rodea. Es el inicio de una tertulia más en la ‘Unión Chica’, bar ubicado en la calle Nueva York, en el centro de Santiago, con sus garzones de chaqueta blanca y mesas de madera, que eran el medio que rodeaba nuestras reuniones; de esas charlas interminables que iban quedando registradas en una bitácora que Jorge Teillier custodiaba con especial celo y que finalmente, después de su muerte, se encontró en su casa de La Ligua, entre sus libros de poesía y manuscritos”.

El libro transporta de inmediato al lector a un ambiente mágico, místico y cálido, pero que no alcanza un perfil de olimpo: es que en un bar no hay dioses ni diosas, aunque Jorge Teillier o Stella Díaz Varín sean algunos de sus parroquianos más frecuentes. La poesía es la única que podría denominarse como “diosa”, cuestión que igual es bastante discutible. Pero ese es otro asunto.

“Vagabundos de la nada” parte con la ya mencionada - y notable - introducción de Díaz Eterovic, más un artículo publicado en 1982 por el mismo Teillier en el diario El Mercurio (que en esa época apoyaba con todo a la dictadura, ¡oh! paradojas de la literatura y sus “dioses”) y otros escritos de Poli Délano y Mariano Aguirre, que ayudan a entender el contexto y la forma en que fue concebido este proyecto: un grupo de laburantes sencillos, apasionados y bohemios, dejando constancia de la creación sobre la represión, en un país que en ese instante comenzaba a desaparecer como tal.

Los textos puestos en la mesa son de buena calidad, cada uno en su estilo y temática. La recopilación estuvo a cargo de Díaz Eterovic e incluyó, en orden alfabético, a Roberto Araya, Germán Arestizábal, Mardoqueo Cáceres, Juan Cameron, Rolando Cárdenas, Ramón Carmona, Ramón Díaz Eterovic, Stella Díaz, Gonzalo Drago, Aristóteles España, Mario Ferrero, Jaime Gómez, Juan Guzmán Paredes, Eduardo Molina, Ronnie Muñoz, Carlos Olivares, Ramón Riquelme, Alvaro Ruiz, Iván y Jorge Teillier (hermanos ambos), Enrique Valdés, Julio Venegas, y Leonora Vicuña. Mención aparte merecen las llamadas “actas de la Unión Chica”, redactadas por todos los asistentes, y en donde se aprecia, en un lenguaje más coloquial, la cotidianeidad de la época y las relaciones personales entre todos los “vagabundos de la nada”.

Este es uno de los libros imprescindibles para comprender la poesía chilena de la década de los ’80. Nos remite a la necesidad de la palabra de expresarse en cualquier contexto, reivindicando a la vez la figura del bar como punto de encuentro social y cultural que no desaparece jamás de las ciudades, por muchos toques de queda que caigan sobre ella.

Veamos algunos poemas.

De Germán Arestizábal:

“La calle escarlata”


Siempre llueve en esa calle,
la gente lleva sombrero,
hay un olor a pizza y florerías,
altas veredas,
como las inalcanzables mujeres
que descienden de brillantes coches
con chofer.
Edward G. Robinson camina despacio,
masticando recuerdos, aquí encontró
el amor que trastornó su vida,
duró muy poco y con triste final,
por unos días se sintió amado,
alto, audaz, juvenil y vivaz.
Esto fue hace tiempo,
hoy arrastra los pies, hablando
solo por esta calle
esperando esta vez
volver a verla
una vez más.

De Juan Cameron:

“Cuando muere un camarada”


Difícil es hallar una cerveza en la noche de Lutero
Los boxeadores impiden la entrada a las discotecas
como si fuera el cielo o el infierno
Los siete círculos de la lluvia se burlan en los árboles
El despertador es una broma de tiempo y los kioscos
cierran sus piernas a los desesperados
Las hermosas pasean con luces de neón
/ como taxis por las avenidas
Los buenos muchachos duermen en la tierra
prometida sin premura ni sed
En los sueños boxean
Y el murmullo de las ruedas sobre el asfalto semeja un arroyo
en el valle central
de un país olvidado que no existe.

De Rolando Cárdenas:

“Los silencios”


A veces en la casa lo único que se oía
era el crepitar de la leña en la estufa
y el acompasado ruido de la devanadera
en la que se absorbía la abuela.

Todos reunidos y todos silenciosos
como llamados a presidir solemnemente el invierno,
con una actitud igual que en el sueño de las noches
pero con dos vidas detrás de esos años:
una, con miles de árboles blanqueados
y otra, que deja crecer el silencio de ahora
con la ventisca alrededor de esta casa.

El crepitar de la leña les devora las palabras
y las vueltas de la devanadera los aleja y los adormece.

Por dentro la casa es un silencio de madera,
pero después de tanto tiempo
alguien se mueve de su asiento y se acerca al fuego,
porque alguna gota de lluvia rezagada
que burbujeó en la tina
es motivo para comentar brevemente sobre el cielo despejado.

De Ramón Díaz Eterovic:

“Cárdenas”

Algunas tardes vuelvo a la cantina
donde él embriagaba su sonrisa provinciana.
Sus poemas saltan a mi memoria,
como huidizos y lejanos copos de nieve.
Recuerdo las calles
que recorrimos
mientras el viento
- aquel del sur y el corazón -
nos decía
que éramos tan frágiles
como los rayos del sol
en un amanecer magallánico.

Algunas tardes
su nombre asoma en el vino que bebo.
Y es como una llama
que ilumina el camino,
ahora
que estoy solo
y los amigos se han ido
sin anunciar la fecha del regreso.

“Retrato de un puntero izquierdo”


Solo,
apegado a la línea de cal
con la pelota junto al pie,
y el aliento
de los defensas a sus espaldas.

Sueña con llegar a la red del arco contrario,
y por amor a la libertad
juega por el sector izquierdo de la cancha.

De Aristóteles España:

“Jorge Luis Borges en un prostíbulo”


Con su cara de maldito y sus ojos de leopardo extranjero,
el poeta entra a un prostíbulo en el sur de Chile;
nadie lo acompaña esta vez,
ni profesores ni damas extravagantes,
es El con su líbido y su cruz.

Vino de incógnito a Chile con el único objetivo
de
hacer
el amor,
ni poemas,
ni conferencias, sólo sexo,
el gran sexo del sur chilensis,
con hembras como fantasmas
que salen de sus bolsillos ingleses,
es El.

Con el dinero de su amante y piernas que tiemblan,
compra a hembra chilena y baila el único
bolero antes de ir a la cama,
Borges tiene hambre,
ingresa con mujer mapuche al nervio,
sólo al nervio, dijo.

Y comienza a volar por el dormitorio y sus
enanos vuelan
también;
la mujer llora desconsolada
porque Borges la ha penetrado, ¡es Borges!

la habitación se mueve
y los huesos atraviesan el local
y todo el sur con el nombre.

De Mario Ferrero:

“Invierno”


Esta tarde de invierno,
quemando mi café en la llama fría,
siento el hueso capital
la furia
de dos gotas inmensas de neblina.

Se sentaron los vuelos pierna arriba
detrás de la llovizna.
Es un caballero eterno el que se muere
de tanto galopar contra la vida.

Hay en tus ojos una herida rubia
esta tarde de invierno,
esta tarde lejana y ya vivida
en que estoy fuera de mí,
apenas calentando este duro café
en la llama fría.

De Jaime Gómez:

“Versos a la muerte”


A mi tierra

Yo no vengo a pedir venganza
por mis muertos,
ni vengo a pedirle a la muerte
que comprenda.
Yo sólo traigo las voces de los pájaros,
yo sólo traigo estos versos a la muerte.
Cuando se mata un árbol,
algo del aire entre sus ramas muere,
pero otros verdes del árbol amanecen.
Por eso nace el sol.
Por eso la luz caída, en el monte,
reverbera.
Deshojada la flor, sigue naciendo.
Yo no vengo a pedir venganza
por mis muertos.
Pero ha de ser
y, un día,
rendida ha de caer también
la muerte,
rodando, a la huesera.

De Ronnie Muñoz:

“El milagro de la vid”


A Omar Lara

En cautivantes lagares cantan
las almas de los divinos borrachos
que se marcharon al corazón del cielo
con un ardiente racimo entre las venas.

El vino es topacio y río,
en el sereno altar de la vendimia.
Pájaros ebrios picotean la uva
y el diablo baila en los toneles.

Amo el viento besando los parrones,
las bodegas anhelando la cosecha
y al mosto que se desliza entre los senos
de lozanas vendimiadoras.

Me estremezco en las bodegas olorosas,
en el edén de todos los viñedos;
cuando la magia de los toneles
embruja las sedientas miradas
de poetas, frailes y borrachos.

Manos ardientes cogen los vasos
y en el ritual del amor y la alegría,
los amantes se tienden junto a un ánfora,
agradeciendo a Dios, el perpetuo milagro de la vid.

Ángeles rojos sonríen en las vasijas,
rudas manos exprimen los racimos,
que estallan como pezones sagrados.

La tarde se marea, el viento se marea;
gatos borrachos sueñan en los toneles;
enrojecen los labios de la tarde
y se marea el viento.

Revienta una guitarra, sonríen los luceros
y las copas se trepan a los labios,
para exaltar el rito del vino luminoso,
que alegra el alma del rico y el mendigo.

De Jorge Teillier:

“Sentados frente al fuego”


Sentados frente al fuego que envejece
miro su rostro sin decir palabra.
Miro el jarro de greda donde aún queda vino,
miro nuestras sombras movidas por las llamas.

Esta es la misma estación que descubrimos juntos,
a pesar de su rostro frente al fuego,
y de nuestras sombras movidas por las llamas.
Quizá si yo pudiera encontrar una palabra.

Esta es la misma estación que descubrimos juntos:
aún cae una gotera, brilla el cerezo tras la lluvia.
Pero nuestras sombras movidas por las llamas
viven más que nosotros.

Sí, ésta es la misma estación que descubrimos juntos:
- Yo llenaba esas manos de cerezas, esas
manos llenaban mi vaso de vino -.
Ella mira el fuego que envejece.

De Leonora Vicuña:

“La hora del lobo”


Es la hora del lobo.
La madre cierra suavemente las persianas.
Salen de sus oscuros escondites las polillas,
las baratas.
Puertas adentro la ciudad se recoge
en su desesperanza.
En el silencio total que nos inunda,
un suspiro puede ser una amenaza.

Los lobos rondan las calles abandonadas.

De pronto: disparos y un grito a la distancia.
El corazón se agita.
Los ojos se dilatan.
Nadie se mueve.
Nadie dice nada.
Pero todos sabemos
en la tibia oscuridad de la casa
que alguien esta noche ha caído en una trampa.

Santiago de Chile, 1982.

14 de agosto de 2006

Tarde de domingo


Serenidad de la tarde…
… estrellas lejanas…
vidas en multitud
esparcidas al neón
al cuerpo agitado del puerto
tan bello en su crimen
tan loco en su ascenso
por las mareas del cerro
y la ilusión del lápiz.

10 de agosto de 2006

Apuntes necesarios para la periferia, tercera parte y final*

En Chile, donde no pasa nunca nada…

Entre las frases de hechizo y exorcismo que en el seno de las familias constituían la presunta sabiduría oral chilena, ésta, en “Chile nunca pasa nada”, parecía adaptarse a la concepción de un Chile que era un lugar común naif: la copia feliz del Edén. Todo se podía arreglar en Chile, era cuestión de confianza, de acuerdos entre caballeros, fórmulas de pasillo de Parlamento y redacción de periódicos, encontrarse en la calle Ahumada con Huérfanos y solucionar el problema, celebrar la solución en una comida. Todo podía terminar felizmente, en un banquete de reconciliación. Fórmulas para cualquier problema de política, tanto el más casero como el más universal.

Cuando Arturo Alessandri Palma después de su segunda presidencia, al día siguiente de la asunción del mando del Frente Popular, luego, es claro, de los muertos del Seguro Obrero, hizo naturalmente un viaje a Europa, para reposarse y “estudiar la situación internacional”, se entrevistó en Roma con Ciano, el Ministro de Relaciones exteriores de Mussolini. 1939. Después de hablarle de la situación de Chile, de extenderse sobre las condiciones sudamericanas, inquirió el viejo Presidente al joven conde italiano cuál era la verdad, la “firme” y secreta verdad de los graves conflictos europeos en curso. Después de oír atentamente al Ministro - que por cierto se abstuvo de transmitirle sus firmes secretos -, Alessandri, descendiente de italianos y famoso en Chile por su sentido del humor (aunque los caballeros chilenos llaman humor a un pesado sarcasmo pueblerino), pero sin sombra de intención humorística esta vez, reveló hasta qué punto era el paradigma de los políticos chilenos, diciéndole como observación final: “¿Y no habrá solución de conjunto para los problemas europeos?” Hasta el propio jerarca fascista creyó del caso contar con estupor esta entrevista en su Diario.

Una “solución de conjunto”…, el ideal político cazurro chileno. Hemos visto tantas soluciones de conjunto, de compromiso, fórmulas mágicas de equilibrio inestable, que muchos llegaron a creer en la banalidad de que a fin de cuentas en Chile no pasaba nunca nada (“este país está enfermo de ponderación”, le oí comentar, mientras yo seguía jugando en el patio solo, a mi tío Pedro por esos años). Todo se arreglaba en pasillos, y pasillos eran también los periódicos y órganos de publicidad, pasillos las manifestaciones públicas, los cortejos políticos se parecían a las procesiones religiosas. Todos eran, finalmente, de los mismos. Pero el pueblo era otro, y a sus espaldas se arreglaba todo. Sobre sus espaldas. Estas acrobacias, en régimen democrático, se hacen en público y con aplausos del honorable público que paga. Prestidigitaciones.

Pero también por cazurrería, el pesimismo, un escepticismo a veces banal y barato, se abría lugar frente a cada pequeña crisis - los saltos mortales del índice de precios, el fuelle de la inflación perpetua (crisis no tan pequeñas para quienes vivían al mínimum de subsistencia) -, y entonces los chilenos de sobremesa exclamaban limpiándose la boca y alzando los brazos a media altura: “¡este país no tiene remedio!”. Lo que no tenía remedio era su sistema de poder, pero como tal sistema se quería idéntico al país, Chile entero con su geografía, su naturaleza física y humana, su mayoría de pobres, el que no tenía remedio. Luego de la exclamación el chileno en su comedor quedaba desahogado y podía volver al día siguiente al trabajo de cada día, al servicio público de hacer funcionar la inflación succionadora.

Los caballeros más viejos, más desesperados y más caballeros requerían, para descargarse de estas graves preocupaciones de bien común, de una exclamación más radical; la operación quirúrgica imaginaria que debía practicarse en el cuerpo lamentable de Chile era eutanásica, pero sin piedad: como recuerda haber oído hace muchos años un escritor chileno cuando niño, mientras era lustrabotas de Club, “hay que vender este país y comprarse algo más chico en Europa”. ¿Rasgo de humor? ¡Sarcasmo, rasgo de psicología social!

***

Vender, comprar. Los caballeros han tenido siempre una afición irresistible por la compraventa en grande pero con criterio en chico. ¡Vender el país! Si estaba siendo vendido mes a mes, sus minas subterráneas, el salitre, el cobre, el hierro, sus riquezas más profundas, a ingleses, a norteamericanos, al extranjero…

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¡Europa! Se fue a Europa. Volvió de Europa pasando por Estados Unidos, está de viaje en Europa, está estudiando en Estados Unidos. Tiene amigos extranjeros, goza de la confianza de una gran firma de inversionistas, es persona seria: hace negocios con el extranjero. El sueño del criollo rico, transmitido de generación en generación aun después de siglos en América: volver a “Europa”, una Europa “del alma” (llamando “alma” al vacío moral dejado por el desprecio hacia los propios pueblos americanos), instalarse en esa costa azul que cubre todo el continente europeo, en esas aguas milagrosas, Baden-Baden, Trevi, Lourdes, termas. ¡Europa! Que con el tiempo pasó también a comprender Estados Unidos.

***

(Cuando se habla del sueño de la razón, se sabe - desde Goya -, que produce monstruos. El ridículo de estas imágenes corresponde al inconsciente social criollo, no al cronista que las extrae de los balbuceos que ha podido escuchar mientras su clase duerme. Estos monstruos no son cómicos, son horribles; se alimentan de sangre; esta sangre, desde 1973, ha corrido Chile más anónima que nunca, más lastimosamente. Clama al cielo. ¡Qué vergüenza!).

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“Era inevitable: ¿Por qué Allende no fue más prudente? ¿Por qué la gentuza que salía a las calles a hacer manifestaciones (en vez de trabajar) desafió a los militares? Se sabe lo que son, los militares, se sabe para qué están. ¿Cómo no tomó en cuenta, la Unidad Popular, que se le estaba pasando la mano? Los rotos estaban alzados. Querían más regalías, los regalones. Ya nadie trabajaba en Chile. Un verdadero caos. Orden era lo que se necesitaba. Los militares están para eso. No podían quedarse sentados mirando la descomposición social. ¡Luchas de clases! Guerra interna es lo que van a tener. A cargo de los militares. Ellos saben cómo hacer estas cosas”.

“La situación no podía seguir así. Hay que haber estado aquí para saber cómo estaban las cosas. No nos vengan con opiniones a distancia, desde el extranjero. La cosa no daba para más. Si hasta podían salir los desalmados de los cordones industriales, de sus cuevas, y empezar la degollina de un momento para otro. Cuando suene la hora del roto con su corvo y su carabina recortada, ¿a dónde vamos a ir a parar? Los militares saben aplacarlos. Es su función. Para eso están. Un poco de sangre tiene que correr, es inevitable. Pero después las cosas vuelven a su cauce normal, y podemos vivir tranquilos unos y otros, unos trabajando y los otros (caballeros de Chile) dirigiendo al país”.

“Este Salvador Allende ha echado todo a perder. Es un pije, lo habíamos dicho desde hace mucho tiempo. ¡Lo que se le fue a ocurrir! ¡Resistir en La Moneda! ¿Qué hacía ahí en La Moneda? Su lugar estaba en el extranjero, entre sus queridos rusos o cubanos, o si no le gustan tanto como dice, en algún lugar de Europa, en el exilio”.

“De dónde sacó esto de resistir con armas en La Moneda. Culpa suya es. La Moneda tuvo que ser bombardeada por los aviadores. Él destruyo La Moneda así como hizo pedazos el país, por su culpa, por su gravísima culpa; los militares tuvieron que bombardear la galería de los Presidentes, los bustos de mármol (hay algunos de yeso). Los militares ahora están obligados a poner orden por la fuerza. No es que les guste la fuerza. Tampoco a nosotros nos gusta. Pero el deber es el deber. Su deber es que nunca más en Chile se alce el roto y pueda amenazarnos. Lástima si esto puede costar vidas inútiles, quiero decir, muertes inútiles. No son inútiles si esto significa salvar al país (salvarnos a nosotros), acabar con la injusticia de las expropiaciones, devolvernos el fundo, la fábrica, entenderse con los inversionistas (ya que no querían invertir en Chile), poner al pueblo en su lugar”.

“¡Este Allende! Se le ocurrió morir en su puesto, como si éste fuera el caso del Combate Naval de Iquique. Curioso que los marinos, que fueron los primeros en alzarse por la patria el 11 de septiembre, se vieran obligados a acabar con este nuevo Arturo Prat que nos salió. Allende muere, tan contento, y deja el pastel. Ahora hay que matar al enemigo interno como a las palomas, al vuelo. Esta es la herencia de Allende. Le dio por el pueblo. Ahora hay que matar pueblo como a moscas. La culpa es suya y de los que fomentaron a estos rotos sublevados”.

“Quizás cuánto vaya a durar esta empresa. Mejor sería tener, no solo orden sino alguna libertad. Pero no importa. Ya volverá nuestro turno, más bien dicho ya ha vuelto; se dio vuelta la tortilla: ahora mandamos nosotros; los militares son transitorios, ya volverán a sus cuarteles y entonces mandaremos nosotros - como siempre - y podremos ser benévolos”.

***

(Neruda en su lecho de muerte, diez días después del golpe, me lo contó su interlocutor, único visitante esa tarde, el toque de queda espantaba a los amigos disponibles, la mayoría estaban escondidos, había algunos muertos. Dijo: “Ponte a los pies de la cama para verte. No puedo torcer la cabeza. Ándate de aquí apenas puedas. Están matando mucha gente. Tienen necesidad de matar para que puedan dominar los mediocres. Matarán mucho. Mandarán los mediocres, dominarán en todo los mediocres. Y cuando ya no puedan matar más, entonces se pondrán benévolos, los gobernantes besarán a los niños pobres en las poblaciones. Pero entonces serán más peligrosos que nunca”).

***

¿Los militares?

Los militares creen representar a Chile, el espíritu y cuerpo nacional, la historia, a voluntad del Estado. Los militares de hoy representan la voluntad de que el país (donde debíamos crecer) no exista. Esa voluntad es antigua en nuestra tierra, ha permanecido a través de todos los esfuerzos de hacer el país, desde el comienzo. Es uno de los rasgos ocultos inconscientes de las clases que han dirigido siempre Chile, hasta hoy. La tentación de que el país muera como tal y se entregue a la historia exterior, a los imperios, a los “imperativos de la geografía”, a los “círculos financieros internacionales”, a todo lo que a distancia, al ojo del provinciano isleño y cerril duro de cabeza y sin fantasía, escarnecedor y sin humorismo humano, envidioso, desconfiado, inseguro, le parece la realidad de este mundo. Los militares representan la voluntad de muerte del país. Cuando matan , no solo asesinan a quienes matan: a izquierdistas o a “rotos alzados”. Acaban - quieren acabar, pero no podrán - con el Chile histórico. No podrán hacerlo; porque el verdadero Chile histórico, la comunidad que verdaderamente necesita que Chile exista, y que ha sudado cuatrocientos años para realizar el país, es el pueblo perseguido y castigado, el que no tiene opción ni siquiera imaginaria en el mundo sino su lugar, su tierra, su trabajo.

*Textos extraídos del libro “Caballeros de Chile”, de Armando Uribe, escrito entre marzo y junio de 1974.

7 de agosto de 2006

Apuntes necesarios para la periferia, segunda parte*

Pero la verdad de los mitos consiste en su eficacia temporal. Y estos mitos, que servían un fin histórico en beneficio de algunos, no de todos los chilenos (sin perjuicio de que los fundamentos de una parte de ellos - como los relativos a las libertades - tuviesen una validez superior al aprovechamiento minoritario al que se les sometió), demostraron su eficacia; pero asimismo su fugacidad, su carácter de trucos sociales manipulados.

Cuando una ideología es “nacional” y dura un buen tiempo, cuando es compartida prácticamente sin discusión - como sistema de valores y principios elementales -, cuando es confirmada por un debate abierto y continuo sobre sus consecuencias y sus formas, no es necesario que haya dolo directo ni siquiera en el más malicioso de sus manipuladores. Los chilenos de poder - creo decir con buena fe - eran inconscientes de la mentira final contenida en su sociedad. Ello no los hace menos responsables: sino más.

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¿En qué consistió esa ideología? Varios de sus extremos han ido apareciendo a través de las ilustraciones prácticas que son lo principal en este libro: anécdotas o historias, rememoraciones infantiles y adolescentes - las épocas en que uno sufre el choque inicial con la dosis de mentira y ficción que contiene la vida social, tantea el cómo adaptarse a ella, se crean mecanismos de protección y ataque a su respecto, y más que nada sabe hacerse en toda instancia las preguntas fundamentales. Otras resultarán del resto de este libro.

La poderosa burguesía de Chile, con sus intelectuales, su historia social identificada a la historia del país, su hegemonía ideológica cristalizada en una institucionalidad capaz de englobar todo lo legítimo, de legitimar lo asimilable y de condenar lo refractario, con sus mitos ancestrales y su aptitud a continuar poblando el Olimpo chileno, esa burguesía, fauna y bosques sagrados de la “copia feliz del Edén” (himno nacional de Chile), ¿quiénes la componían, cómo se había formado, qué era?

A Chile llegaron los Conquistadores. Ciento cincuenta hombres jóvenes y una mujer, concubina de su jefe Pedro de Valdivia. Se cree en Chile que una circunstancia diferenciaba a estos Conquistadores de las otras meznadas españolas: mientras aquellos que cubrieron las otras vías de América se abren camino por tierras ajenas en busca de oro y para mayor gloria del rey y Dios, los conquistadores de Chile habrían celado, además, un diverso propósito. Se sabía que lo que fue por ellos llamado Chile era pobre, su naturaleza cruel, su escasa población más irreductible que las conocidas desde Nueva España hasta Perú. La experiencia frustrada de una primera conquista en 1537 que diezmó a los soldados selectos del gran Almagro y arruinó para siempre a su jefe, habían hecho de Chile una palabra maldita. Valdivia y sus compañeros habrían partido a la conquista de las tierras del sur no para hacer fortuna y retornar a España, sino para crear una nación para ellos y las generaciones de sus descendientes.

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¿Será cierto? En todo caso es la versión clásica. Muchas penurias pueden haber imaginado Valdivia y sus seguidores, para sí y para sus herederos, pero no es probable que hayan previsto la resistencia encarnizada de un pueblo indígena mapuche que no tenía imperio ni gran nombre en América, y que sin embargo, se hizo de un nombre en la propia guerra con los españoles: Arauco. El nombre de este pueblo le fue dado por sus enemigos, se hizo nación en sus combates, la gesta de su guerra, que duró siglos, fue obra de un poeta que los admiró peleando en su contra. La epopeya de La Araucana, de Don Alonso de Ercilla y Zúñiga (uno de los pocos conquistadores de las primeras hornadas que tenía derecho legal a usar el Don), creó el segundo catálogo de mitos chilenos: la guerra natal de gran estilo, cuyos episodios de sangre y de honor harían de Chile la única nación moderna nacida de una epopeya.

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Por décadas en los siglos XVI y XVII los colonizadores de Chile eran guerreros. Estaban obligados a empuñar las armas y juntamente impelidos, so pena de aniquilamiento, a ser más industriosos y más duros en su trabajo y en la administración de la fuerza de trabajo de indígenas y mestizos que los colonizadores de las tierras fáciles de los grandes imperios, de las fabulosas riquezas del resto de América. He aquí una tercera fuente de mitología.

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En el siglo XVIII los Borbones de España hicieron posible, con sus provisiones económicas y administrativas, el flujo a Chile de ondeadas colonizadoras de un carácter distinto: los llamados en general “los vascos” comenzaron a llegar, primero hombres solos, luego en ligas de hermanos, primos, parientes. Se casaron entre ellos pero también eligieron las herederas más ricas en tierras, joyas, casas, tradiciones, entre las antiguas familias de las cohortes conquistadoras. Habrían absorbido así la mejor riqueza del país. Habían formado bloque, desde fines del siglo XVIII hasta entrado el XX. Serían la “clase alta” chilena. Su tensión social con los grupos, más numerosos pero más disgregados, de los linajes “venidos a menos”, sería el tema de la verdadera “cuestión social” interior por el mando del país. Cuarta serie de “mitos”.

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Las guerras de independencia entre 1810 y mil ochocientos veintitantos habría sido la quinta gesta chilena. La población mestiza sería prácticamente homogénea. Dirigidos simbólicamente sus intereses por los caballeros de la capital y las provincias, descubierta la “ignominia” del estado colonial, se decide la independencia política, y que el país sea gobernado por los criollos, no por los empleados del rey. Ayudados por los patriotas argentinos, los chilenos liberan su propia tierra y emprenden la hazaña de libertar al Perú, Virreinato legendario pero inepto, que necesita de Chile, más pobre, más sobrio, pero más valeroso y decidido, para expulsar a los españoles.

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Las luchas de la Independencia provocan sin embargo el caos político en Chile. Muchos “ideólogos” provenientes de toda América, impiden que en el país se de un gobierno ordenado. El genio de la raza chilena suscita un hombre de razón: don Diego Portales. Mercader al por mayor, contratante de un estanco fiscal, sin compromisos - por demasiado joven e indiferente - en las escaramuzas políticas de la Independencia, devela con un golpe de ojo magistral en poquísimo tiempo, cuáles son las fuerzas sociales y económicas, vivas y aptas para formar un bloque sólido de poder en el Chile de 1830. En la República recién nacida, funda el Estado. Sexto mito.

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Las peripecias de la fundación del Estado cuestan la vida a Portales, que por su muerte, a manos de un grupo de oficiales insurrectos fracasados, consolida la forma institucional de esa obra de razón política. La Constitución (de 1833) y los Códigos, cuyo modelo está en el Código Civil de don Andrés Bello - el arquetipo definitivo del intelectual chileno -, reciben la garantía de sangre de que esta obra impersonal de las clases dirigentes: el Estado y sus instituciones, merece que los mejores hombres de carne y hueso mueran por ella. Morir por la legitimidad es el séptimo gran complejo mítico.

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Chile no es sólo una nación, es ya un Estado. La República, como persona moral en una América confusa, indecisa, inmadura, es superior a sus fronteras geográficas, chilenos de empresa se esparcen en las zonas vacías de jurisdicción dudosa: el desierto del norte, los contrafuertes de los Andes, el océano infinito al oeste. Labran minas de plata nueva, disfrutan la utilidad inédita del salitre, ¡hacen correr el peso chileno en las islas del otro lado del Pacífico y hasta en China! La burguesía es nacional. Tiene capitales, bancos, barcos de cabotaje y alta mar, hombres de empresa, una administración organizada del Estado, un ejército capaz de guerras de anexión. En la era de Portales y Andrés Bello, el ejército, sometido finamente sin discusión al poder civil impersonal, había servido, triunfando en la guerra preventiva contra la Confederación Perú-boliviana, para que la entidad moral del nuevo Estado de Chile fuera reconocida inviolable por sus vecinos. Cuarenta años después la existencia de una clase empresarial nativa deseosa de probarse en la expansión económica justifica la proeza de una nueva guerra contra Perú y Bolivia que tenga ahora fines económicos de provecho. Esta guerra es ganada. Chile crece geográficamente. Octava galería de mitos.

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Aparece la concupiscencia del capital extranjero. Chile tiene demasiadas riquezas. El monopolio natural del salitre, conquistado en la “Guerra del Pacífico”, es presa apreciable y también natural de Imperio Británico que no en balde domina media mundo. La liquidación de la guerra del Pacífico le da la oportunidad de introducirse masivamente en esta nueva Cucaña de millones. El último de los burgueses nacionales, el Presidente Balmaceda, osa enfrentarse al extranjero. No sabe dar satisfacción política al bloque social dominante, éste hace causa común con los intereses británicos, y Balmaceda, pese a haber recurrido en su desesperación a una incipiente “clase media” burocrática, pierde la guerra civil y se suicida. Queda consagrado el rito de que la legitimidad nacional cuesta la vida de quien la simboliza. Noveno mito.

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Chile de transforma en factoría privilegiada. Vive de las rentas del salitre que otros explotan; la política es cosa de gente de club y de círculos, un juego serio de sociedad. Pero el espíritu de la burguesía nacional ha impregnado desde la época heroica de los hombres de Estado y empresa del siglo XIX, la representación ideológica que el chileno dirigente se hace de su país. Después de treinta años de política de salón, las crisis generadas por la Primera Guerra Mundial y por la reconstitución posbélica del mundo dan lugar en Chile a ensayos tenaces y superficiales por recuperar, reconstruir o reinventar una forma viable para el Estado nacional, repristinando el rol de la clase dirigente como una verdadera administradora legítima de las fuerzas de la nación. Con altibajos, tal intento habría asumido el buen camino, aunque incorporando a la vicisitud del camino cierta hostigosa sensación de que una crisis mayor puede ser siempre inminente. Dirige el país por segunda vez Arturo Alessandri Palma (bajo su presidencia nacen o crecen quienes hoy dirigen en Chile); deja lugar a Aguirre Cerda, el del Frente Popular, a quien sucede Juan Antonio Ríos, radical también pero más autoritario, a cuya muerte es elegido González Videla en un movimiento, que simulaba ser profundo, de reacción contra la irrisoria “fronda aristocrática” de principios de siglo, y a Ibáñez nuevamente fracasado lo reemplaza un hijo de Alessandri que ensaya todas las recetas conservadoras a su alcance sin éxito, y a éste Frei y a éste Allende. La curva de ficticias acciones y reacciones del mismo círculo encantado, para quebrar la recurrente pesadilla política que había sido, a contar de fines del siglo XIX, el efecto en la conciencia y subconciencia social de la burguesía chilena, de su enorme y costosa frustración al no poder constituir una verdadera burguesía nacional, ha dado origen durante los últimos cincuenta años a una décima categoría de mitos burgueses.

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Este libro no pretende hacer historia científica. No puede pretender que la enumeración anterior forme un cuadro de la realidad social efectiva de Chile (faltan, nada menos, proletarios y campesinos…). Pero expresa los datos de que disponía la conciencia histórica de la clase dirigente chilena sobre sus propios avatares como clase. Son los arquetipos psicológicos con que el pueblo de Chile se encontró al iniciar su odisea de Gobierno Salvador Allende.

En esta historia reducida y deformada, se delinea además la partenogénesis por la cual la clase social dirigente creaba estratos sociales interiores en su lucha con su propia sombra por el poder.

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La llamada clase alta… Mejor ni hablar de ella: cada vez sabe menos ella misma lo que es hoy. Su conciencia de sí la componen una vaga nostalgia porfiada de sus tiempos favoritos, los de la época del parlamentarismo y las rentas del salitre, su bella época inútil de hasta el año 20, el tributo mental que paga a sus penates - las duras figuras de cera de los constructores de la república en el siglo XIX -, la idea que se hace de una Europa que no existe - que tal vez nunca existió -, lugar de “retorno” deseado e imposible. Pero en lo profundo de sí misma se ha ido reconociendo - con la pérdida del prestigio que tuvo cuando sus costumbres hacía ley - lo que siempre ha sido en realidad: una burguesía tenaz y rapaz. Vuelve a abrir tienda, como en el siglo XVIII, a veces muy concretamente, otras ejerciendo las actividades más variadas con un espíritu de comercio al por menor. Pero pierde la ilusión de sobrevivir compacta, se disfraza de clase media, sumiéndose en cualesquiera familias que prometan fuerza económica o política, se resigna gustosa a la compañía poco recomendable de hombres de fortuna nueva, de extranjeros de apetito insaciable y urgente, está dispuesta a servir a los militares, renunciando, como eran sus hábitos, a servirse de ellos. Sin embargo produce, ya que no tropas, al menos cerebros de choque, capaces de indicar el sentido correcto a la nueva coalición de la burguesía, de administrar la nueva concentración monopólica, de seducir a ciertos militares inseguros y atrasados de noticias, de prestar apariencia histórica respetable a la traición colectiva de la clase burguesa al país.

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Los uniformados, ¿serían caballeros? Algunos oficiales tenían conducta de caballeros. Otros eran “caballerosos”, no más. Unos pocos llegaban a ser caballerescos, quijotescos. ¿Y los demás? Los oficiales de caballería, y hasta ciertos centauros de Carabineros, disponían de tiempo, asistentes u ordenanzas, caballerizas, picaderos, pesebreras, y podían sentirse - literalmente - caballeros, lo que ya les estaba vedado por las exigencias de la lucha social y política a los antiguos caballeros, aun a los dueños de fundos con haras. Todas estas singularidades gratuitas que aislaban en un ángulo del grupo escultórico burgués al “inocente” militar, separaban a estos oficiales de la clase media civil.

Cuando esta clase media, frente al sordo tronar de las masas populares, se descubrió como lo que era: el tronco de la burguesía chilena; cuando la “clase alta” decidió reconocerse cabeza predestinada no de todo el país sino de dicha burguesía; cuando los pequeños trepadores del pequeño comercio, la pequeña empresa, la pequeña profesión liberal, cerraron filas admitiendo que la burguesía en Chile era una sola, muchos oficiales de las Fuerzas Armadas sintieron el llamado a la guerra social, recordaron a sus padres, pensaron en sus hijos, tantearon sus bolsillos, revisaron sus armas, carraspearon y dieron órdenes: eran, se dijeron, clase media, es más: eran el nervio de la burguesía. Fueron la punta de lanza del bloque burgués. Se alzaron contra el pueblo.


*Textos extraídos del libro “Caballeros de Chile”, de Armando Uribe, escrito entre marzo y junio de 1974.

3 de agosto de 2006

Apuntes necesarios para la periferia, primera parte*

Han pasado veinte o treinta años. Cuarenta desde que nací. No somos niños, los de las páginas anteriores. Habemos muertos, perdidos, olvidados. ¿Hay ricos y poderosos? Sí, los hay: están con la Junta. Habemos desterrados; el exilio no es estar en otra parte que el país donde se nació: es no estar en ninguna parte.

Ellos, con la Junta, ¿están en Chile?

Creo que son más desterrados que yo. Se asilan en sus intereses, en los bienes que creen que tienen. Se identifican con sus bienes. Esas cosas son su patria.

¡Pobres hombres!, ellos, pero también yo, que creíamos ser más que las cosas. Ellos han terminado identificándose con cosas y yo perdiéndolas. Dije que prefiero renunciar a esa gente. ¿No debería decir también que la he perdido?

¿Qué creíamos ser?

No una clase. En el sentido escolar podíamos ser clase: Cuarto Año B o Sexto de Preparatorias, último de Humanidades, clases. Compañeros de clase.

Socialmente no. ¡Cuántas diferencias creíamos que había! Infinitas. Cada familia era una clase por sí sola; los parentescos eran ley. “Somos medio parientes”. “Mi primo el guatón T.”. “El papá de…”.

De muchos se decía, o se sabía sin decirlo: son de clase media, medio pelo. Algunos se decían a sí mismos (inseguros): Nosotros, los de la clase alta… gente bien. Pero otros, más seguros, no se lo decían: lo sabían.

Otros, no sabíamos, en esas épocas, sino que éramos: “decentes”.

Qué importan las distinciones sutilísimas a que nos fuimos acostumbrando. Nosotros éramos, todos, sin distinción, el más perseguido entre nosotros como el más dominante, todos aventajados frente a los pobres.

La existencia de los pobres era lo que nos daba unidad entre nosotros.

La cultura que teníamos acerca de los pobres era nuestra fuerza de cohesión. Los observábamos todo el tiempo, tácitamente. Ellos eran: los otros absolutos, los otros de todos nosotros, los otros de todo.

Encarnecidos, peligrosos, feos. Contagiosos, protegibles. Necesitaban de nosotros, debíamos actuar de manera que les fuéramos necesarios para siempre. Dependientes.

Los caballeros deben mandar. Si no, este país se acaba.

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“Nosotros, los pobres, ustedes, los ricos. Ustedes los ricos son todos iguales. ¡Nos tienen fregados a nosotros los pobres!”. Me enojé.: “Yo no tengo nada en contra de los pobres”. “Ustedes tienen de todo: por eso son ricos. ¡Nosotros sí que no tenemos nada!”. (De todo significaba: hasta dos pares de zapatos). “Pero nosotros les damos limosna a los pobres”. El niño, mayor que yo que tenía siete, él tendría nueve años o diez, pero no más alto que yo ni más fuerte, saltó como un gato al que le pisan la cola. “¡Rico desgraciado!”. Retrocedió, se agachó. Al pararse de nuevo, vi que tenía las manos llenas de piedras. “¡Vas a ver!”, me gritó retrocediendo de espaldas y tirándome piedras. Tenía buena puntería. “Van a ver lo que les va a pasar, ricos de mierda”. Retrocedía rápidamente, cateando a lado y lado por si salía una empleada a la puerta o alguien a mirar por la ventana. “¡Son todos iguales!”, gritó y lanzó la última piedra. Dobló la esquina y desapareció. No se le vio nunca más por esos lados.

Existíamos por contraste, teníamos identidad en comparación con lo que no éramos, contra los otros. De ahí el sadismo social chileno.

***

(Si me pregunto, pasados tantos años, ocho meses después del golpe, cómo se explica la brutalidad de los militares y ciertos civiles condescendientes a sus voluntades, qué significa el endoso apenas disimulado de un buen número de otros que no quieren saber pero saben - más allá de la pasividad que provoca el terror a la Junta -, la única respuesta es: el antiguo sadismo social contra los pobres, son sus mil formas imperceptibles en el pasado, cubiertos como estaban por la famosa institucionalidad legal, las libertades públicas, una especie de pacto social - impuesto pero de apariencia viable -, disfrazado por la gran ideología histórica nacional; las peculiaridades de Chile… ¡Éramos muy distintos a los demás sudamericanos! Sí: muy distintos: cuando se trató de matar, los militares y sus paniaguados y sus consejeros demostraron que la actual singularidad chilena en Sudamérica es matar más, violando leyes).

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Se consideraba que el pueblo era muy feo. Tener cara de roto, manos de roto, facha de roto: insultos. La misma palabra roto - cualquiera que sea su origen histórico y su etimología - expresa: lo incompleto, lo violado, lo inservible, lo que se puede y se debe botar. ¡Modos de roto! No saberse mover, sentar ni comer ni vivir. Lo que está roto es barato. A los rotos chilenos se los puede tratar como cosas de utilidad limitada. ¡Hay tantos y todos igualmente rotos! Más de los necesarios.

La hipocresía social hace que estas nociones no sean casi nunca explícitas. La prudencia social en los últimos treinta o cuarenta años evita incluso que se manifiesten en el trato directo de patrones con asalariados. Pero en la conversación y con más frecuencia en los chistes entre “patrones”, la idea de la inferioridad congénita, espiritual y física, moral, estética y sensible de la gente del pueblo chileno, domina siempre y es una cantidad mensurable que los privilegiados están dispuestos a restar en sus cálculos sobre lo que merece el pueblo (lo que merece comer, la dignidad que merece).

Me dirán que exagero. Naturalmente hay excepciones. Naturalmente una actitud colectiva inconfesable como ésta se disfraza de paternalismos, racionalizaciones, argumentos económicos, piedad religiosa. No es del todo consciente. No sería soportada por la conciencia civil si no fuera secreta.

Pero se revela incluso en la celebración, de los dientes para afuera, de las cualidades del roto chileno. Hasta hay una estatua y una plaza en Santiago dedicada a ese roto. La escultura de bronce representa a un “roto” más griego, romano y mediterráneo de proporciones clásicas que chileno.

El físico del hombre popular de Chile suscita en la clase “alta” repugnancia y escarnio; cuando, en el extranjero o frente a extranjeros debe caracterizarlo, o lo idealiza o trata de disculpar sus “fallas” con pacata vergüenza. En la reserva de sus conversaciones de negocios con extranjeros, critica sin ambages los defectos morales y físicos que - ¡en su experiencia! - tienen aquellos que llama: esa gente. El apelativo suena como un latigazo. ¡Qué gente ésa! Floja, torpe, exigente, desordenada, irresponsable.

Las bromas sobre la mujer popular, y la irritación mezclada a la tentación de degradarse en su contacto, enturbian aún más el trato con las “chinas” que el que sufren los rotos.

La palabra “china”, ¿qué origen tendrá? Es poco probable que haya implicado, aún en su origen, un cariñoso elogio. Basta oír las frases equívocas a medias palabras, sobre los caballeros - eran numerosos hace años - que en su vida sexual non sancta mostraban esta invencible inclinación: ser “chineros”. “Le gustan las chinas”. Oída en boca de señoras, en rápido susurro, (no está bien detenerse en tales debilidades), la palabra china y sus derivativos eran hasta entrado el siglo XX estigma y anatema.

***

De nuevo me dirán que me dejo llevar por la exageración rabiosa de trazos parciales y ya superados de costumbres mucho menos generalizadas de cuanto doy a entender.

Trato de ilustrar, barajando mi experiencia de cuarenta años, una situación que varios otros han descrito: el abismo social que en la psicología de quienes dominan Chile, los separa del pueblo cuyo trabajo es condición para que exista el dominio. Una compleja serie de mitos nacionales justifica y, al mismo tiempo, encubre tal percepción de una diferencia que se desea básica, esencial, eterna. La ideología pública fundada por los grupos dominantes nutriéndose de una historia mítica, proyectándose en instituciones que eran consideradas intocables y a la vez susceptibles de perpetua renovación interior, legitimaba la gran diferencia entre explotados y patrones.

Este rasgo colectivo de Chile se refleja, a mi juicio, no menos que en los estudios de ingresos y repartición de la riqueza - y la pobreza -, en el mundo cultural del lenguaje social chileno. Y en este libro es el lenguaje a que recurrimos para revelarlo. Las palabras tabúes tribales, cuando salen a la luz parecen siempre caricaturas.

Este sadismo ahora desatado exhibe aspectos femeninos. Bajo la voz bronca de los militares y en sus actos de fuerza cuartelera, en los escritos que se quieren definitivos y en los discursos que se quieren terminantes, pulsiones hay de estridencia y espasmo. En sus condenas a los políticos hay despuntes del celos, como un perfil de la envidia que desde generaciones han incubado las mujeres de los militares - empleados públicos subalternos - hacia sus coetáneas, las mujeres de los hombres de poder. Y en las admoniciones a quienes llaman (es la expresión de un Decreto Ley de la Junta) “nuestros trabajadores”, en la amenaza inflexible de más trabajo por la misma o menos paga, disciplina sin derecho a voz ni a réplica, se repite a escala nacional el estilo de “dueña de casa” que administraba a las “sirvientas” de mano para todo servicio. (“No sea respondona. ¡Se va, pues, de la casa! Váyase con sus trapos a la calle”).

Hoy, desde este ángulo, en Chile ha parido Marte.

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Para dominar y ser clase dirigente, era necesario tener los bienes de capital bajo control, el Gobierno y las instituciones del Estado por sí o por mandatarios, jugar a la política con más entrenamiento y mejores equipos; pero igualmente necesario, en régimen formal de libertades públicas, derechos políticos y civiles, en la democracia histórica de Chile, controlar la ideología del Estado. Y a la ideología de las clases dirigentes hacerla pasar por consenso nacional.

En esto, quienes han sido dueños del Chile histórico demostraron durante muchas décadas suma habilidad.

La hegemonía estaba asegurada por una ideología “nacional” secretada por las acciones y las omisiones de quienes dirigían al país, por su reacción frente a quienes soportaban el peso económico de tal dirección minoritaria, y también frente a los hechos aparentemente exteriores de la gran política, la gran economía, las grandes finanzas internacionales que - desde centros de poder misteriosos - fueron la condición irrecusable del privilegio de los que mandaban dentro.

La legislación de Chile, la institucionalidad chilena, las formas de su democracia, las distorsiones de su economía (la antigua inflación perpetua, por ejemplo, verdadero fátum en la vida del país), los tipos humanos de la política diaria como las situaciones recurrentes de conflicto social, los partidos y las universidades, las iglesias, la presencia de extranjeros, el drama y lo cotidiano, todo iba asimilándose en una estructura de mitos. No era una operación fácil, no bastaban las fantasías o las intenciones individuales, era una labor colectiva en que la tendencia la indicaban - con sus decisiones políticas, y cuando era indispensable con el uso de la fuerza bruta - las clases dirigentes, mientras su estructura, minuciosa, compleja y formal, constituía la función de los intelectuales del sistema.

Intelectuales en sentido muy amplio, comprendiendo profesionales y burocracia (inclusive oficiales militares y sacerdotes, para no hablar de esos fehacientes que son los profesores, los periodistas, los políticos), sin atender a su personal colocación en derechas o izquierdas; intelectuales del sistema, no de los regímenes de Gobierno.

El número relativo de intelectuales chilenos, en esta acepción, ha sido desde hace mucho, en proporción, notablemente grande. La cohesión fundamental de sus concepciones ideológicas de lo que Chile era, había sido en el pasado y podía ser en el futuro, alcanzaba un grado que no es frecuente sino en países viejos. Resultaría sencillo objetar esta característica diciendo que las tensiones políticas, los altibajos del debate público, las divisiones de opinión, los bloques sociales, que marcaban desde hace largos años al Chile de antes del golpe, contradicen toda idea de cohesión. Error: pues parte de la fuerza integradora del sistema era en Chile justamente el margen notorio de contraste político en lo secundario, en todo aquello que no ponía en duda las bases últimas del sistema.

Hasta qué punto esta serie de mitos garantizados y legitimados constituía una mistificación enorme, se vio el 11 de septiembre de 1973.


*Textos extraídos del libro “Caballeros de Chile”, de Armando Uribe, escrito entre marzo y junio de 1974.

1 de agosto de 2006

La revolución no es un hombre


“¿Cuándo empieza la transición en Cuba?”, le preguntó una periodista a Fidel Castro, tras la toma de la fotografía a los mandatarios asistentes a la reunión del MERCOSUR en la ciudad de Córdoba, Argentina, hace unas semanas. “¿Y a ti quién te paga, la CIA? ¿Por qué no vas y le preguntas a Bush sobre Posada Carriles?”, respondió enérgico Castro, ante la sorpresa de la reportera.

¿Posada Carriles? ¿CIA? ¿Transición… transición? Eso no quedó claro. ¿Transición? ¿Por qué tendría que haber una transición en Cuba? ¿Transición a qué? ¿Qué quería decir eso?

A primera vista, la intencionalidad de la pregunta está clara. Si se habla de transición, se quiere decir que la revolución debe terminar para dar paso a otra cosa. Por eso el enojo de Fidel con la periodista: quien habla de transición es enemigo de la revolución, por las razones ya mencionadas. La anécdota sirve entonces de preludio para lo que vivimos hoy, con Fidel fuera del poder. Y sirve también para preguntarse si se puede plantear desde fuera de Cuba una transición para la isla, sin preguntarle al pueblo cubano lo que quiere para su país. Porque aunque algunos no lo sepan o no lo quieran saber, en Cuba el poder reside en el pueblo y no en una persona. Por eso el odio de los países acostumbrados a una clase financiera y política dominante y corrompida por dólares y oro: en Cuba la revolución no es un hombre, ni una casta social, ni una elite política ni financiera; es un pueblo. Y como tal, hablamos de la máxima expresión de la democracia: “gobierno del pueblo”. Sólo ese pueblo decidirá si quiere o no una transición para su país y hacia qué.

LO QUIEREN ACABAR

Ahora Fidel Castro está enfermo y el poder lo tiene Raúl, su hermano. Y obviamente, toda la “prensa” continental dirigida con la mira de los empresarios más poderosos del orbe, habla del “fin” de la revolución, entre otras cosas porque Raúl no es tan querido en la isla, y porque los milicos cubanos tampoco lo quieren tanto, y también porque el tipo no es tan inteligente como Fidel, y bla, bla, bla. Nadie menciona que las revoluciones las hacen los pueblos y no un hombre. Pero la prensa trabaja para los intereses de sus dueños y presiona para que se obligue a Cuba a seguir el camino de la “apertura”económica hacia los intereses de las transnacionales y el gran capital mundial. Como si ese fuera el único camino posible. Como si el pueblo cubano no conociera la trampita del capitalismo y fuera un rebaño de seres incapaces de pensar lo que quieren para su tierra (al que le caiga el poncho…).

Mientras en Estados Unidos el huracán “Katrina” y los que lo siguieron después, causaban miles de muertos, inundaban ciudades enteras y provocaban enormes pérdidas al gobierno norteamericano, en Cuba el pueblo hacía frente a la catástrofe con disciplina, organización e ingenio. ¿Resultado? Ninguna víctima fatal en Cuba. Pérdidas materiales sí, muchas, pero las que importan, las vidas, salvaron ilesas. Mientras, en EE.UU., se destapaba la olla y se denunciaba que el Presidente George Bush había sido advertido de la necesidad de mejorar los diques de Nueva Orleáns, en muy malas condiciones para resistir un huracán como los que se venían. Bush prefirió gastarse la plata en su guerra contra el terrorismo. Y miles de afroamericanos murieron en Orleáns tras el paso de “Katrina” y sus primos. La tragedia de la ciudad del jazz aún late en el corazón negro de América. Y Cuba, de inmediato, en su momento, ofreció ayuda humanitaria en el campo de la salud para ir en auxilio de los miles de pobres afectados por el desastre. Las fronteras desaparecen cuando de vidas humanas se trata. El ser humano debe estar por sobre toda ideología. He ahí una gran diferencia entre la “dictadura” de Cuba y la “democracia” de Estados Unidos.

¿Transición en Cuba? ¿Transición a qué?

Se acusa al régimen de Fidel de coartar los derechos individuales pero al mismo tiempo en Washington se decreta toque de queda para todos los menores de 17 años. Se le acusa de ser un dictador pero su gobierno nunca ha atacado a otro país, y menos, desconociendo las resoluciones de las Naciones Unidas al respecto. EE.UU. invadió Irak desobedeciendo a la comunidad internacional y más encima, mintiendo descaradamente. Ya quedó claro que las armas de destrucción masiva las tienen ellos y sus compinches judíos, que también atacan países desoyendo los llamados del resto del planeta. Pero Fidel es el dictador. En el mundo al revés, él y Chávez son obstáculos para la democracia y Bush, Blair y los asesinos de Sion son el ejemplo. Mejor sería que estos gorilas dijeran la verdad de una vez: que Castro y Chávez son obstáculos para “su” democracia, sustentada en los millones de dólares que financian sus campañas políticas y que después se retribuyen gobernando a favor de ellos, los grandes mercaderes. Algo parecido a lo que sucede en Chile.

CON TODO, LA REVOLUCIÓN SIGUE

Si desaparece Fidel, como desapareceremos todos, la revolución seguirá. La “dictadura” de Castro goza de buena salud. La experiencia socialista en Cuba ha funcionado bien y hoy, el pueblo cubano tiene mucho que agradecer a los colores verde olivo. Los valores esenciales de la humanidad son derecho vivo en la isla. Salud, vivienda, protección social, alimento. Desarrollo sustentable. Y una educación de real calidad no sólo en el aula, sino en la misma sociedad. Escuchar hablar a un estudiante cubano y comparar su vocabulario, su cultura, su personalidad con la de uno chileno, sirve para tomar conciencia de las enormes distancias valóricas que hay entre Chile y Cuba. Nosotros creemos ser un país democrático, aún teniendo el sistema electoral que tenemos. Eso demuestra la ignorancia del chileno medio y la corrupta vida de la clase política local. Nosotros hablamos de igualdad: en Cuba la practican. Por eso el capitalismo desea borrar luego a Castro. Para que su ejemplo y el de su pueblo no se reproduzca en otros países y la igualdad y la fraternidad entre los humanos siga siendo una utopía hermosa pero inalcanzable. No una meta concreta por la cual luchar.

En las calles de Miami celebraron con euforia la noticia de la salida de Fidel del poder. Y bien, hay que ser justos. El odio de estos cubanos hacia Fidel es justificado. Les impidió hacer la fiesta que querían en la isla. Los echó. Si quieren puterío, váyanse a EE.UU. Y por eso la alegría ante la enfermedad de Castro. El privilegiado, el rico, el millonario, el señor, necesita tener pobres. Sin pobres, no hay millonarios. Es una relación directa, incluso a un nivel psicológico: el rico necesita ver lo que no es. Y también necesita mano de obra barata, políticos fácilmente sobornables, leyes que nadie cumpla, bajos impuestos. Como en Chile. Como en tantos otros países de América Latina. Y quizás si Fidel muere, las champañas de 300 dólares y otros lujos encenderán una celebración que en la historia, no ha parado: los que han ganado siempre han sido ellos, los dueños de la tierra y el oro. Cuba es una especie de vendetta personal para ellos y de ahí la euforia que veremos tras la muerte de Fidel.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Pero la revolución no es un hombre. La revolución es un pueblo. Y el pueblo de Fidel sabrá el camino que debe tomar. Porque a diferencia de nosotros los chilenos, los cubanos sí saben como viven los pueblos latinoamericanos. Saben de la pobreza, del mal estado de nuestra educación, de lo que significa la salud privatizada, las drogas en las poblaciones, los lujos exacerbados frente a la miseria agonizante. Y quizás ese ha sido el mayor mérito de Fidel: haber instruido a su pueblo, haberlo educado, haberle entregado las mejores herramientas del conocimiento para que ningún terno y corbata venga a venderle gato por liebre. Y las instituciones, la Asamblea del Poder Popular, las Fuerzas Armadas Revolucionarias, todas las organizaciones ciudadanas, artísticas, populares, obreras, incluso el Partido Comunista Cubano, seguirán funcionando en pos de un objetivo: la batalla de ideas como manera de situar al socialismo como forma de existencia pacífica entre los hombres.

Fidel está enfermo. Quizás muera, pero pensar que con él morirá la revolución, es otra cosa. Un absurdo, por decirlo elegantemente. El pueblo cubano cree en el socialismo porque conoce el capitalismo mejor que nosotros. Y a pesar de tener a toda la prensa continental en contra, Cuba y su pueblo han sabido proyectarse, tal como hace 47 años, como alternativa real y posible para todos los pueblos del mundo. ¿Qué han encarcelado a opositores? Sí, es cierto. ¿Que han matado disidentes? Sí, también es cierto, como lo es que la revolución tiene que defenderse. Porque, ¿qué hay detrás de esta “oposición” que acusa muertes y encarcelamientos? Claramente, no hay un afán por mejorar la calidad de vida del pueblo: hay simplemente un objetivo “politiquero” de tercera categoría, que es hacer de Cuba un negocio más dentro de este enorme tablero económico llamado planeta Tierra. Y eso pasa por desmantelar lo que el pueblo cubano ha construido durante todos estos años. Esa es la “transición” de la que hablan los periodistas. Esa es la “transición” que Cuba no quiere.

¿Será posible creer que los cubanos quedarán huérfanos si muere Fidel? Bajo ningún punto de vista. Uno de los pueblos más cultos del mundo no se venderá tan fácilmente a las mañas financieras transnacionales. Menos ahora, con Venezuela y Bolivia desplegando la bandera de la revolución bolivariana como alternativa real para los pueblos americanos y situando en el colectivo latino nuevas formas de cooperación e integración. ¿Transición? Sí, puede ser. Pero hacia una coalición bolivariana basada en el desarrollo sustentable orientado a la mejora de la calidad de vida de los pueblos. ¿Qué tal?

La batalla de ideas continúa. Y Fidel muerto es más gigante que vivo.