En tiempos de competencia desleal, colusiones y
desfalcos millonarios, la autogestión aparece como el último diamante de
dignidad que resta a los creadores y comunicadores comprometidos con el cambio
social. Las políticas públicas, esmeradas en difundir tutoriales para cargar
perfiles en formularios acumulativos, han mermado pero no aniquilado por
completo el sabor de la colaboración entre iguales, pares, colegas, vecinos o
compañeros. Sin fondos ni concursos de por medio, cuando sólo se trata de
voluntades asumidas por la convicción de lo que se cree justo, el resultado
final de lo que sea tiene otro sabor, ni mejor ni peor: simplemente más
quiltro, más callejero, más auténtico. Pienso en el Valparaíso del 1900, lleno
de talleres de sastres y zapateros, artesanos del trabajo no apatronado que con
su quehacer aguja cosieron la conciencia de clase más formidable en la historia
de Chile. Pienso en esa libertad del amor por el trabajo propio, en
concordancia con el dar y recibir que no palpita al ritmo de la oferta y la
demanda capitalista, sino en el pulso del respeto o culto al oficio, a la
conciencia del valor que cada ser humano entrega a esta cadena sanguínea que
somos todos juntos, pueblo o sociedad, concientes de sí mismos y sus carencias.
Es ahí donde debe estar el arte y la comunicación,
trabajando para la superación de aquello que impide derrotar la competencia
desleal que habita entre nosotros y que nos tiene llenando formularios para
encontrar la fórmula estética o el ladrido de la vanguardia, negando que el
primer paso es habitar el alarido que disconforma, agujereando a diario la
gruesa capa de cotidianeidad ciega que nos imponen.