13 de julio de 2006

El poeta trabaja con la muerte *

En los diez últimos años de su vida Pablo Neruda escribió una veintena de libros de poesía, la mitad de ellos estando ya enfermo. Ocho fueron publicados como obra póstuma. Prueban que su fuerza creadora lo acompañó hasta el momento de la partida. La frescura y diversidad son evidentes en “El mar y las campanas”, “La rosa separada”, “Jardín de invierno”, “Defectos escogidos”, “El libro de las preguntas”, “Elegía”, “2000”, “El corazón amarillo”.

El 12 de julio de 1973, día de su 69 cumpleaños, junto a su lecho en Isla Negra, fuimos testigos de la entrega que hizo a su editor de los ocho libros inéditos. Cuando éste le preguntó si eran para publicación inmediata, respondió: “No. Quiero que aparezcan para mi 70 cumpleaños”. Confiaba estar vivo para recibirlos en ese entonces.

Característica suya es la intensidad de su vida y de su obra. Respondió a cuanta solicitación fuerte le vino del cuerpo y del espíritu. Escuchó todos los llamados cardinales de su tiempo, del ámbito natural y político. Se entregó sin reservas al goce y descubrimiento del universo físico. Asumió con ardor su deber ciudadano. Ejerció a plenitud su condición irrenunciable de residente en la tierra. Miembro activo del siglo XX, propuso mejorar la suerte del pueblo. Invitó al hombre olvidado a acompañarlo. “Sube a nacer conmigo, hermano”.

En clave contemporánea, se compara su poesía con las de Hesíodo, Lucrecio, Walt Whitman, Victor Hugo. Es muy difícil encontrar otro inventario poético tan rico del reino humano, vegetal, animal, mineral. Algunos hablan, por su reconcentrada dedicación a la suerte del hombre, de una antropología nerudiana. Quiso ser portavoz de anhelos ancestrales insatisfechos. Habló por la humanidad marginada. Y de algún modo sigue haciéndolo.

Impresiona la magnitud y multiplicidad de su temática. No hay poeta que confiera la dignidad de la poesía a tantos asuntos diferentes, grandiosos algunos, pequeños otros, incluso considerados prosaicos.

UN LLAMAMIENTO AL MAGNICIDIO

Solía cometer profanaciones a la “poesía pura”. En los últimos días de 1972 o en los iniciales de 1973, asistimos a una lectura poética para tres personas en Isla Negra. Pablo Neruda leyó íntegramente, con mucho énfasis, una obra recién salida del horno. Sus auditores eran el Presidente de Chile, Salvador Allende, Luis Corvalán, y el autor de estas líneas. En ella invitaba a un magnicidio. Por el otro lado hacía la apología de su causa. El título era una bomba: “Incitación al Nixonicidio y Alabanza de la Revolución Chilena”.

“Esta – dice – es una incitación a un acto nunca visto: un libro destinado a que los poetas antiguos y modernos, extinguidos o presentes, pongamos frente al paredón de la Historia a un frío y delirante genocida”.

El poeta tiene conciencia de que no está escribiendo poesía exquisita, una obra de arte fina. Lo reconoce con todas sus letras. “No tiene – aclara – la preocupación ni la ambición de la delicadeza expresiva, ni el hermetismo nupcial de algunos de mis libros metafísicos”. Argumenta que el poeta de vez en cuando debe “hacer de palanquero, de rababán, de alarife, de labrador, de gásfiter o de simple cachafaz de regimiento, capaz de trenzarse a puñete limpio o de echar fuego hasta por las orejas”.

Se declara bardo de utilidad pública y lanzará su proclama “ofensiva y dura, como piedra araucana (…) Ahora, firmes, que voy a disparar!”. De algún modo vaticina el “impeachment”, que por primera vez en la historia de los Estados Unidos destituye a un Presidente. Richard Nixon no sólo es culpable del “Watergate”. Tiene muchas otras cuentas perndientes. Para citar sólo dos: Vietnam, y aquel golpe del 11 de septiembre, que estremeció al mundo y aceleró la muerte de Allende y Neruda.

ANTE EL CAMBIO DE SIGLO Y DE MILENIO

El 12 de julio de 1973, día del último cumpleaños de Pablo Neruda, junto a otros amigos, fuimos a saludarlo a Isla Negra. Desde el lecho hacía planes con vistas al futuro. En aquel mediodía fuimos testigos de la escena aludida en que entrega al editor varios libros inéditos, entre ellos “2000”, “Elegía”, “El corazón amarillo”.

2000 es un libro pensativo, premonitor.

Allí pidió a los niños del porvenir piedad para sus padres y sus abuelos, porque los años que a ellos les tocó vivir fueron de “pústulas y guerras / años desfallecientes cuando tembló la esperanza / (…) se murió la verdad”.

Sin embargo nunca perdió la fe en la naturaleza, en la especie humana. “Alabada sea – dijo – la vieja tierra color excremento / sus cavidades, sus ovarios sacrosantos”. Celebró a “los hombres / la maldita progenie que hace la luz del mundo”.

Le consta que hay miles de millones de discriminados. Hablará por ellos. Los personificará. “Soy el pobre diablo del pobre Tercer Mundo, el pasajero de tercera instalado, Jesús!”.

El doble cambio de folio no le inspira confianza.

“Proclamo – exclama – lo superfluo de la inauguración:/ (…) la miseria esperando siempre de par en par, / la movilización de la gente hacinada / y la geografía numerosa del hambre”.

El poeta no es Nostradamus, pero en general predijo entre otras cosas algo muy parecido a la guerra de Yugoslavia, del Golfo y tal vez a la de Irak: “Ahora este siglo – anunció en ‘2000’ – debe asesinar / con otras máquinas de guerra, vamos / a inaugurar la muerte de otro modo / movilizar la sangre en otras naves”.

Con todo espera que a la humanidad llegue la paz, ya que ella es “el agua, la verdad, la vida”.

ADIOSES

En “Elegía” no olvida a Jorge Manrique. No evoca aquí a su padre, sino a amigos que lo precedieron en el viaje largo. Antes había practicado incisiones en los maderos del techo del bar de Isla Negra, anotando los nombres de sus queridos difuntos. Lo estimaba un lugar adecuado para brindar por ellos. Simplemente se le adelantaron en la despedida. En cierto modo lo esperan en alguna parte del recuerdo. En “Elegía” se evidencia que la experiencia de morir se le aproxima.

Es una meditación entrelazada sobre la amistad y la muerte. Uno a uno va retratando. Dice “adiós Alberto, al escultor toledano”. Revive el “gran día dorado” que fue la existencia del poeta turco Nazim Hikmet.

Alguna vez Neruda me entregó los originales del libro para que yo le echara una mirada. Su nombre era “Elegía de Moscú”. Pues la mayoría de los responsos estaban dedicados a las amistades que frecuentaba en las proximidades del Kremlin y la catedral San Basilio, que le encantaba por sus torres bizantinas y su estructura de juguetería. Saca el pañuelo de los adioses y lo agita por Ehrenburg, por su traductor al ruso Savich, por su cómplice en locuras, Sioma Kirsanov, en esa ciudad del zar Iván y del que llama “Stalin el terrible”. Dice su admiración y congoja a dos poetas esenciales que simbolizaron dos épocas: Pushkin y Mayakovski. Para él entrañan “advertencias de ceniza”.

EL ALUMNO DE GALILEO

Si el duelo es el eje de “Elegía”, “El corazón amarillo” enciende todos los semáforos verdes para que la fantasía haga locuras proclamando el derecho de la poesía a las diabluras del absurdo.

Vía libre a la alegría de la fabulación sin autocensura, al reino de lo gratuito, a “hacer agujeros en el aire”. Reconoce el derecho a la “loca de la casa” a tocar todas las campanas anunciando el advenimiento de la razón de la sinrazón.

Cuando periodistas demasiado curiosos quieren que les cuente cómo es aquello de la muerte, el discípulo de Galileo aclara: “Sin embargo yo me muevo”.

El poeta multiuso y todo terreno sigue moviéndose por el mundo, conquistando lectores, ayudando a los enamorados. Declara los posibilidad de todos los imposibles.


*Prólogo escrito por Volodia Teitelboim para los poemarios “Incitación al Nixonicidio y Alabanza de la Revolución Chilena”, “2000”, “El corazón amarillo” y”Elegía”, publicados en la edición “Pablo Neruda de bolsillo” de editorial Sudamericana del año 2004, en la que se incluyó también “Geografía infructuosa”, con prólogo de Oscar Hahn.