RETOÑOS DE LA CONQUISTA
MOROS Y MAPUCHES
“Desde la época de la Colonia, el ejército de Chile ha sido la piedra angular para formar historia, formar tradición, formar hombría y mantener inalterable la institucionalidad de un Chile que tanto queremos”. (General Brady, 1976).
En el momento inicial el mundo quedó sorprendido por la instauración del Terrorismo de Estado en Chile. Parecía quebrar todas las balanzas establecidas, aniquilando la imagen común y corriente de un país a menudo fotografiado vistiendo camisa de seda.
Surgió una pregunta a escala universal: ¿De dónde han salido estos caballeros? Se sabe que salieron de los cuarteles, temprano por la mañana, el once de septiembre de mil novecientos setenta y tres. Pero esa respuesta es inmediatista e incompleta.
En cierto modo salieron de la historia. De un rincón oscuro de la historia.
El epígrafe encierra una sentencia clave. Tocando la misma tecla, El Mercurio, diario amantísimo de la Junta, exime a las fuerzas armadas chilenas de todo pecado de connivencia histórica con el tribalismo araucano. Es el Hijo engendrado por el Padre. En este caso el Ejército del Rey de España, fiel al evangelio de la raza blanca. “Ya desde los tiempos de la Colonia, el Ejército era la avanzada de la civilización y la salvaguardia de la incipiente vida nacional”.
Según esta doctrina, con adaptaciones, la milicia chilena desarrollaría su personalidad a partir de dicho origen. Pertenece a la familia europea. Nace del seno de la cristiandad que se expande al nuevo mundo. Desciende, por consanguinidad directa, política e institucionalmente, de la hueste conquistadora hispánica.
Así la teoría juntista proclama que la matriz de las fuerzas armadas chilenas deriva del ejército español. Oculta el torrente aportado por el indígena y silencia que se trata de un aborigen singularmente guerrero. Por lo menos, desde el punto de vista profesional esto debería interesarle. Concreta en el invasor las virtudes heroicas que el nativo tuvo también en tal grado que inspiró a Ercilla vigorosas octavas reales.
Para ellos no es Lautaro el primer precursor militar. El héroe inicial del ejército chileno es Pedro de Valdivia. Mario Góngora, Premio Nacional de Historia en tiempos de la Junta, sostiene: “El 11 de septiembre es una fecha decisiva para Chile y en 1973 solamente nuestro país es el que se coloca en una posición singular, en un horizonte mundial, dando un salto sobre la historia nacional anterior”.
Cuando se le pregunta cuál es el personaje político que más admira en la historia de Chile no menciona en su lista a ningún indígena. Por encima de todos, incluso de los dos O’Higgins, Portales, Manuel Montt, Balmaceda, dice: “Confieso sinceramente que me atrae más la simple imagen del fundador Pedro de Valdivia”.
Valdivia es el progenitor extranjero, del cual los conjurados se declaran descendientes, por filiación en lo castrense, por su papel en la conquista, por el contenido y sentido de su misión.
Se confiesan nostálgicos de los siglos coloniales, supuestamente plácidos, cuando no existían partidos políticos, no levantaba su cabeza la hidra del comunismo, no había liberales, socialistas, radicales ni cristianos marxistas; cuando el nativo rebelde estaba proscrito más allá de la línea de la Frontera. Simpatizan con la evocación de las campeadas en tierras indígenas que cada cierto tiempo permitían ralear la interminable raza subalterna, así como hoy “la democracia debe bañarse en sangre cada cierto tiempo para que siga siendo democracia”.
Responde a una lógica de la historia que el general Brady declare al ejército de Chile heredero del ejército Realista, en cuyas filas habían criollos enemigos de la emancipación. La Junta de Gobierno de la Independencia, el anverso de esta que se instaura en mil novecientos setenta y tres, propone en mil ochocientos trece el licenciamiento de aquel ejército.
Su objetivo central fue mantener la línea de la Frontera. Hoy no es el Bío-Bío ni el Toltén. Hoy se trata de la frontera ideológica, política, económica, de un deslinde con ingredientes raciales y clasistas. Todo esto a pesar de que si se mira la cara de la tropa se advertirá a simple vista que el ejército chileno tiene más de pueblo originario que de español.
HUAINA CAPAC CONTENIDO EN EL MAULE
Por su parte, Pinochet, valiéndose de escritores fantasmas, echa también su cuarto a espadas como continuador del conquistador español: “Nuestra raza no se forjó en la molicie del oro indiano, sino en la dura escuela de la guerra de Arauco, que duró tres siglos. Mientras el hombre combatía, la mujer compartió su vida y sus penalidades: manejó la familia, administró haciendas, fabricó el vestuario y la alimentación y gobernó ciudades”.
Todo un cuadro de época pintado desde el punto de vista del bando extranjero.
Su enemigo es el antagonista de Dios y del monarca. Lo encarna el mapuche que no capitula y resiste tercamente lanza en mano. El adversario por antonomasia se llama Lautaro, calamitosamente astuto en las artes de la guerra. Es verdad que el general Téllez escribió hace algunas décadas una obra sobre el Toqui. Pero ni su examen ni su admiración han prosperado en las jerarquías castrenses salvo contadas excepciones. Puede más la aversión racial que el interés por el joven caballerizo de Valdivia; el primer estratega nacido en nuestra tierra. No nacía del aire. “Estudió para viento huracanado”, decía Neruda. Aprendió de los suyos y de los españoles. Cuando llegó el conquistador europeo los mapuches poseían rudimentos efectivos de una técnica bélica. Lo testimonia el hecho de que otro gran imperio, esta vez un imperio indígena, tuviera que fijar su última frontera hacia el sur en las orillas del Maule, debido a que en mil cuatrocientos ochenta y cinco los ejércitos quechuas del inca Huaina Cápac fueran detenidos justamente por el muro araucano.
LAS CABEZAS DE SIETE CACIQUES
La historia registró cierto día 11 de septiembre una verdadera batalla de Santiago. No fue en mil novecientos setenta y tres sino en mil quinientos cuarenta y uno, cuando se produjo el ataque indígena contra la naciente capital del Nuevo Extremo. Entonces una mujer decidida, la amante del Conquistador, Inés de Suárez, salva a sus hombres de armas haciendo degollar siete caciques y arrojando sus cabezas por sobre las empalizadas. No era fácil la guerra contra el nativo en Chile. Ni menos cuando a ella se sumaba el hambre. Pedro de Valdivia, dando cuenta de la situación a Carlos V, escribe: “Los trabajos de la guerra, invictísimo César, puédenlos pasar los hombres, porque loor es al soldado morir peleando, pero los del hambre concurriendo a ellos, para lo sufrir, más que hombres han de ser”.
Inscriben nuevos capítulos en el libro de los adversarios de Lautaro, el genio táctico que derrotó a Valdivia en Tucapel, donde murieron todos los españoles, y luego a Francisco de Villagra en Marigüeñu, y Concepción, donde perecieron dos tercios de ellos. Pinochet toma el partido del invasor extranjero contra el “hombre de la tierra”. Traiciona la máxima epopeya indígena americana de un pueblo en lucha por su libertad e independencia. Se declara contrario a la causa de mapuches y promaucaes. El ejército que comanda viene del español. No tiene la visión de Ercilla, que simbolizó en el pueblo araucano y en sus héroes la personificación de una lucha sin paralelo en América librada por aquellos que querían, ansiaban rechazar al intruso.
En cambio, Salvador Allende comienza su primer discurso como Presidente de la República diciendo: “Están aquí Lautaro y Caupolicán, hermanos en la distancia de Cuauhtémoc y Túpac Amaru”.
MISION DIVINA
Las “guerras” de hoy también han ingresado a la escuela de los designios sobrenaturales (“La tarea histórica que Dios ha puesto en nuestras manos…” exclama Pinochet el veintitrés de agosto del setenta y seis). Tanto la conquista española como el asalto del once de septiembre cobran un sentido de mandato celestial. Se replantea la teoría de un Dios de las batallas y de los golpes de Estado. Lo consigna El Mercurio, el 12 de octubre de 1976: “Si un puñado de españoles podía, con facilidad increíble, someter a multitudes de aztecas o peruanos, eso indicaba que junto a ellos actuaban influencias poderosísimas que deseaban que nuestra América fuera regida por España. Y la razón de que esas huestes invisibles pero decisivas se colocaran junto a Pizarro y Cortés tenía que ser una misión divina que se había asignado a su patria”.
Calla prudentemente el autor que esta tesis de la divina misión guerrera falla por su base respecto de Chile, puesto que aquí la conquista no fue de “facilidad increíble”, sino de inaudita dificultad. ¿Quiere decir entonces que en cuanto a Chile faltó el respaldo sobrenatural? Según agrega, “España estaba destinada a evangelizar a los infieles… y lo había hecho en su propio territorio”. ¿El Altísimo, por su parte, confía a los generales golpistas la tarea de acometer una empresa análoga a fines del siglo XX? Cambia el nombre del infiel. Los apelativos malditos de Alá y su profeta Mahoma se truecan por los de Marx y Allende. Si en el siglo XVI, como lo recuerda su entusiasta exégata, España “había detenido en Lepanto el avance mediterráneo del Gran Turco y ahora perseguía su misión a escala planetaria”, cuatro siglos más tarde Pinochet compara el golpe de mil novecientos setenta y tres con aquella victoria: “Nosotros consideramos, explica a un grupo de miembros de un equívoco Comité de Exiliados Cubanos, el once de septiembre como la batalla de Lepanto para América del Sur. Así como esa gesta en el siglo XVI detuvo la invasión de los turcos a Europa, el once de septiembre dijo a los comunistas (el nuevo Gran Turco) en América del Sur: ¡Hasta aquí no más!”
No se sabe si en este caso Pinochet personifica a Felipe II o a Juan de Austria…
*Escritos publicados en el libro "La gran guerra de Chile y otra que nunca existió", Editorial Sudamericana, año 2000.