A propósito de los 90 años del nacimiento de la gran cantora de Chile. Siempre se ha comentado el escaso material bibliográfico sobre Violeta Parra. Yo tengo la suerte de tener un libro con la poesía de Violeta. Las letras de sus canciones en el papel. El título es “21 son los dolores. Violeta Parra, Antología Amorosa”. La edición es la cuarta, del año 1981 y pertenece a Ediciones Aconcagua, Colección Mistral.
En total son 75 los poemas, más la introducción, algunas notas, datos sobre la bibliografía y discografía, y explicaciones sobre los cantos en décimas. El título de la introducción es decisivo: Violeta Parra, fundadora musical de Chile. Recopiladora, creadora, en todas las artes. Fundadora musical de Chile.
Un caballero de edad me dijo que había visto cantar a Violeta Parra en la plaza Sotomayor, muchos años atrás. No le gustó. La encontró muy monótona. Otra persona antigua del campo chileno recordaba la llegada de Violeta a un pueblo del sur: con una damajuana de vino en una mano, con la guitarra en la otra, se instalaba con sus hijos en la casa que siempre la recibía, y todos estaban invitados a escucharla cantar y a compartir con ella. Llegaban todas las personas de los caseríos. O los que podían. Los peones en labores se la perdieron varias veces.
En un principio cantaba en cabarets santiaguinos. Animaba fondas y fiestas populares con un repertorio de valses peruanos, corridos mexicanos y boleros. Su hermano Nicanor la motivó: “ándate al campo, busca el folclor”. De ahí vinieron años de investigación y lo que ya todos sabemos. Sin Nicanor no hay Violeta, dijo ella misma una vez ante varias personas. Hoy todos rinden tributo a la Violeta inmortal y en Las Cruces, Nicanor le deja migas a los pájaros. Siempre sembrando vida, alimento, creación. Como lo hizo en su momento con su “hermana vieja”.
Ahora, una anécdota de Violeta, extraída del libro “Quilapayún, la revolución y las estrellas”, de Eduardo Carrasco:
“Cuando nosotros la conocimos debo decir francamente que no le caímos en gracia. En esa época, ella vivía muy problemáticamente los albores de la adolescencia de su hija Carmen Luisa. Unos aturdidos y deslucidos amores de nuestro inefable Numhauser con esta última bastaron para que Violeta nos comenzara a mirar con gran desconfianza, llegando hasta el extremo de negarse a participar en giras donde nosotros fuéramos incluidos en el programa. Más de una vez las cosas se hicieron insoportables, pero el colmo llegó cuando Carmen Luisa se fue a Valparaíso detrás de su galán, sin siquiera pedirle permiso a su madre. Estábamos cantando en la peña del puerto, cuando de pronto apareció Violeta transformada en una furia. El estrépito de puertas, de gritos y de recriminaciones fue tal, que se acabó la función, y todos nos quedamos esperando el desenlace del temporal que se nos venía encima. Felizmente salimos ilesos, pero la pobre Carmen Luisa tuvo que soportar estoicamente la paliza.
Menos mal que los amores tormentosos duran siempre menos de lo prometido: con la indiferencia llegó la calma, y con ella pudimos volver a intentar acercarnos a Violeta, que pasional como era, olvidó con extrema facilidad lo que había sido causa de tantos males, y comenzó a mirarnos con ojos más benevolentes. Esta amistad fue corta y dolorida, porque vino al final de su vida. Lamentablemente, ese amor mal escogido nos privó de una relación más profunda, que habría sido preciosa para nuestro andar futuro. (…)
De esta amistad con Violeta queda una vieja fotografía, y un recuerdo imborrable el día en que fue sacada. Era a fines del invierno, llovía todavía cuando llegamos a la Carpa de la Reina, que Violeta hacía poco había inaugurado. En el programa se anunciaba a Los Jairas, ese famoso grupo que dirigía el suizo Gilbert Favre, uno de los grandes amores de Violeta; después venía un grupo de música araucana, cuyo nombre no recuerdo, tocaban trutuca y bailaban la danza de la cabeza; después venía el Quilapayún y finalmente, Violeta, que cerraba el espectáculo. Se ofrecía mistela, “sangre de toro” (vino caliente con naranjas) y empanadas. Después de algunos vinachos, nos sentamos todos alrededor del brasero a esperar la hora de comenzar la función. Dos horas después seguíamos esperando que por fin llegara algún amante del folclor. El público no asistió a la cita. Nadie llegó. En Santiago no había nadie que quisiera escucharnos. Y entonces, en una mezcla de desilusión, de tristeza y de despecho, sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, iniciamos un extraño rito: comenzamos a actuar para nosotros mismos. Cuando el turno le tocó a Violeta, hacía tiempo que ya habíamos recuperado nuestra alegría habitual. Todos cantamos en la carpa vacía, como si multitudes nos hubieran estado escuchando. Esa fue la última vez que vimos a Violeta. Seguramente esa ingratitud que nosotros, recién llegados, podíamos fácilmente olvidar, a ella ya le había hecho una herida insoportable. Me pregunto qué pasaría hoy día si pudiéramos de nuevo anunciar ese mismo programa en algún lugar de Chile”.