21 de marzo de 2006

Poemas de Pablo Neruda


Los hombres del nitrato

Yo estaba en el salitre, con los héroes oscuros,
con el que cava nieve fertilizante y fina
en la corteza dura del planeta,
y estreché con orgullo sus manos de tierra.

Ellos me dijeron: “Mira,
hermano, cómo vivimos,
aquí en “Humberstone”, aquí en “Mapocho”,
en “Ricaventura”, en “Paloma”,
en “Pan de Azúcar”, en “Piojillo”.

Y me mostraron sus raciones
de miserables alimentos,
su piso de tierra en las casas,
el sol, el polvo, las vinchucas,
y la soledad inmensa.

Yo vi el trabajo de los derripiadores
que dejan sumida, en el mango
de la madera de la pala,
toda la huella de sus manos.

Yo escuché una voz que venía
desde el fondo estrecho del pique,
como un útero infernal,
y después asomar arriba
una criatura sin rostro,
una máscara polvorienta
de sudor, de sangre y de polvo.

Y ése me dijo: “Adonde vayas,
habla tú de estos tormentos,
habla tú, hermano, de tu hermano
que vive abajo, en el infierno”.

Los poetas celestes

Qué hicisteis vosotros gidistas,
intelectualistas, rilkistas,
misterizantes, falsos brujos
existenciales, amapolas
surrealistas encendidas
en una tumba, europeizados
cadáveres de la moda,
pálidas lombrices del queso
capitalista, qué hicisteis
ante el reinado de la angustia,
frente a este oscuro ser humano,
a esta pateada compostura,
a esta cabeza sumergida
en el estiércol, a esta esencia
de ásperas vidas pisoteadas?

No hicisteis nada sino la fuga:
vendisteis hacinado detritus,
buscasteis cabellos celestes,
plantas cobardes, uñas rotas,
“belleza pura”, “sortilegio”,
obra de pobres asustados
para evadir los ojos, para
enmarañar las delicadas
pupilas, para subsistir
con el plato de restos sucios
que os arrojaron los señores,
sin ver la piedra en agonía,
sin defender, sin conquistar,
más ciegos que las coronas
del cementerio, cuando cae
la lluvia sobre las inmóviles
flores podridas de las tumbas.

Las oligarquías

No, aún no secaban las banderas,
aún no dormían los soldados
cuando la libertad cambió de traje,
se transformó en hacienda:
de las tierras recién sembradas
salió una casta, una cuadrilla
de nuevos ricos con escudo,
con policía y con prisiones.

Hicieron una línea negra:
“Aquí nosotros, porfiristas,
de México, ‘caballeros’
de Chile, pitucos
del Jockey Club de Buenos Aires,
engomados filibusteros
del Uruguay, pisaverdes
ecuatorianos, clericales
señoritos de todas partes”.

“Allá vosotros, rotos, cholos,
pelados de México, gauchos,
amontonados en pocilgas,
desamparados, andrajosos,
piojentos, pililos, canalla,
desbaratados, miserables,
sucios, perezosos, pueblo”.

Todo se edificó sobre la línea.
El Arzobispo bautizó ese muro
y estableció anatemas incendiarios
sobre el rebelde que desconociera
la pared de la casta.
Quemaron por la mano del verdugo
los libros de Bilbao.
El policía
custodió la muralla, y al hambriento
que se acercó a los mármoles sagrados
le dieron con un palo en la cabeza
o lo enchufaron en un cepo agrícola
o a puntapiés lo nombraron soldado.

Se sintieron tranquilos y seguros.
El pueblo fue por calles y campiñas
a vivir hacinado, sin ventanas,
sin suelo, sin camisa,
sin escuela, sin pan.

Anda por nuestra América un fantasma
nutrido de detritus, iletrado,
errante, igual en nuestras latitudes,
saliendo de las cárceles fangosas,
arrabalero y prófugo, marcado
por el temible compatriota lleno
de trajes, órdenes y corbatines.

En México produjeron pulque
para él, en Chile
vino litriado de color violeta,
lo envenenaron, le rasparon
el alma pedacito a pedacito,
le negaron el libro y la luz,
hasta que fue cayendo en polvo,
hundido en el desván tuberculoso,
y entonces no tuvo entierro
litúrgico: su ceremonia
fue meterlo desnudo entre otras
carroñas que no tiene nombre.

Promulgación de la ley del embudo

Ellos se declararon patriotas.
En los clubs se condecoraron
y fueron escribiendo la historia.
Los Parlamentos se llenaron
de pompa, se repartieron
después la tierra, la ley,
las mejores calles, el aire,
la Universidad, los zapatos.

Su extraordinaria iniciativa
fue el Estado erigido en esa
forma, la rígida impostura.
Lo debatieron, como siempre,
con solemnidad y banquetes,
primero en círculos agrícolas,
con militares y abogados.
Y al fin llevaron al Congreso
la Ley suprema, la famosa,
la respetada, la intocable
Ley del Embudo.
Fue aprobada.

Para el rico la buena mesa.

La basura para los pobres.

El dinero para los ricos.

Para los pobres el trabajo.

Para los ricos la casa grande.

El tugurio para los pobres.

El fuero para el gran ladrón.

La cárcel al que roba un pan.

París, París para los señoritos.

El pobre a la mina, al desierto.

El señor Rodríguez de la Crota
habló en el Senado con voz
meliflua y elegante.
“Esta ley, al fin, establece
la jerarquía obligatoria
y sobre todo los principios
de la cristiandad.
Era
tan necesaria como el agua.
Sólo los comunistas, venidos
del infierno, como se sabe,
pueden discutir este código
del Embudo, sabio y severo.
Pero esta oposición asiática,
venida del sub-hombre, es sencillo
refrenarla: a la cárcel todos,
al campo de concentración,
así quedaremos sólo
los caballeros distinguidos
y los amables yanaconas
del Partido Radical”.

Estallaron los aplausos
de los bancos aristocráticos:
qué elocuencia, qué espiritual,
qué filósofo, qué lumbrera!
Y corrió cada uno a llenarse
los bolsillos en su negocio,
uno acaparando la leche
otro estafando en el alambre,
otro robando en el azúcar
y todos llamándose a voces
patriotas, con el monopolio
del patriotismo, consultado
también en la Ley del Embudo.

Elección en Chimbarongo (1947)

En Chimbarongo, en Chile, hace tiempo
fui a una elección senatorial.
Vi cómo eran elegidos
los pedestales de la patria.
A las once de la mañana
llegaron del campo las carretas
atiborradas de inquilinos.
Era en invierno, mojados,
sucios, hambrientos, descalzos,
los siervos de Chimbarongo
descienden de las carretas.
Torvos, tostados, harapientos,
son apiñados, conducidos
con una boleta en la mano,
vigilados y apretujados
vuelven a cobrar la paga,
y otra vez hacia las carretas
enfilados como caballos
los han conducido.

Más tarde
les han tirado carne y vino
hasta dejarlos bestialmente
envilecidos y olvidados.
Escuché más tarde el discurso,
del senador así elegido:
“Nosotros, patriotas cristianos,
nosotros, defensores del orden,
nosotros hijos del espíritu”.
Y estremecía su barriga
su voz de vaca aguardentosa
que parecía tropezar
como una trompa de mamut
en las bóvedas tenebrosas
de la silbante prehistoria.

La crema

Grotescos, falsos aristócratas
de nuestra América, mamíferos
recién estucados, jóvenes
estériles, pollinos sesudos,
hacendados malignos, héroes
de la borrachera en el Club,
salteadores de banca y bolsa,
pijes, granfinos, pitucos,
apuestos tigres de Embajada,
pálidas niñas principales,
flores carnívoras, cultivos
de las cavernas perfumadas,
enredaderas chupadoras
de sangre, estiércol y sudor,
lianas estranguladoras,
cadenas de boas feudales.

Mientras temblaban las praderas
con el galope de Bolívar,
o de O’Higgins (soldados pobres,
pueblo azotado, héroes descalzos),
vosotros formasteis las filas
del rey, del pozo clerical,
de la traición a las banderas,
pero cuando el viento arrogante
del pueblo, agitando sus lanzas,
nos dejó la patria en los brazos,
surgisteis alambrando tierras,
midiendo cercas, hacinando
áreas y seres, repartiendo
la policía y los estancos.

El pueblo volvió de las guerras,
se hundió en las minas, en la oscura
profundidad de los corrales,
cayó en los surcos pedregosos,
movió las fábricas grasientas,
procreando en los conventillos,
en las habitaciones repletas
con otros seres desdichados.

Naufragó en vino hasta perderse,
abandonado, invadido
por un ejército de piojos
y de vampiros, rodeado
de muros y comisarías,
sin pan, sin música, cayendo
en la soledad desquiciada
donde Orfeo le deja apenas
una guitarra para su alma,
una guitarra que se cubre
de cintas y desgarraduras
y canta encima de los pueblos
como el ave de la pobreza.

Los abogados del dólar

Infierno americano, pan nuestro
empapado en veneno, hay otra
lengua en tu pérfida fogata:
es el abogado criollo
de la compañía extranjera.

Es el que remacha los grillos
de la esclavitud en su patria,
y desdeñoso se pasea
con la casta de los gerentes
mirando con aire supremo
nuestras banderas harapientas.

Cuando llegan de Nueva York
las avanzadas imperiales,
ingenieros, calculadores,
agrimensores, expertos,
y miden tierra conquistada,
estaño, petróleo, bananas,
nitrato, cobre, manganeso,
azúcar, hierro, caucho, tierra,
se adelanta un enano oscuro,
con una sonrisa amarilla,
y aconseja, con suavidad,
a los invasores recientes:

No es necesario pagar tanto
a estos nativos, sería
torpe, señores, elevar
estos salarios. No conviene.
Estos rotos, estos cholitos
no sabrían sino embriagarse
con tanta plata. No, por Dios.
Son primitivos, poco más
que bestias, los conozco mucho.
No vayan a pagarles tanto.

Es adoptado. Le ponen
librea. Viste de gringo,
escupe como gringo. Baila
como gringo, y sube.

Tiene automóvil, whisky, prensa,
lo eligen juez y diputado
lo condecoran, es Ministro,
y es escuchado en el Gobierno.
Él sabe quién es sobornable.
Él sabe quién es sobornado.
Él lame, unta, condecora,
halaga, sonríe, amenaza.
Y así vacían por los puertos
las repúblicas desangradas.

Dónde habita, preguntaréis,
este virus, este abogado,
este fermento del detritus,
este duro piojo sanguíneo,
engordado con nuestra sangre?
Habita las bajas regiones
ecuatoriales, el Brasil,
pero también es su morada
el cinturón central de América.

Lo encontraréis en la escarpada
altura de Chuquicamata.
Donde huele riqueza sube
los montes, cruza los abismos,
con las recetas de su código
para robar la tierra nuestra.
Lo hallaréis en Puerto Limón,
en Ciudad Trujillo, en Iquique,
en Caracas, en Maracaibo,
en Antofagasta, en Honduras,
encarcelando a nuestro hermano,
acusando a su compatriota,
despojando peones, abriendo
puertas de jueces y hacendados,
comprando prensa, dirigiendo
la policía, el palo, el rifle
contra su familia olvidada.

Pavoneándose, vestido
de smoking, en las recepciones,
inaugurando monumentos
con esta frase: Señores,
la Patria antes que la vida,
es nuestra madre, es nuestro suelo,
defendamos el orden, hagamos
nuevos presidios, otras cárceles.

Y muere glorioso, “el patriota”
senador, patricio, eminente,
condecorado por el Papa,
ilustre, próspero, temido,
mientras la trágica ralea
de nuestros muertos, los que hundieron
la mano en el cobre, arañaron
la tierra profunda y severa,
mueren golpeados y olvidados,
apresuradamente puestos
en sus cajones funerales:
un nombre, un número en la cruz
que el viento sacude, matando
hasta la cifra de los héroes.

El pueblo victorioso

Está mi corazón en esta lucha.
Mi pueblo vencerá. Todos los pueblos
vencerán , uno a uno.
Estos dolores
se exprimirán como pañuelos hasta
estrujar tantas lágrimas vertidas
en socavones del desierto, en tumbas,
en escalones del martirio humano.
Pero está cerca el tiempo victorioso.
Que sirva el odio para que no tiemblen
las manos del castigo,
que la hora
llegue a su horario en el instante puro,
y el pueblo llene las calles vacías
con sus frescas y firmes dimensiones.

Aquí está mi ternura para entonces.
La conocéis. No tengo otra bandera.

*Poemas de "Canto General", libro publicado en la década del '50 en toda América.