23 de diciembre de 2007

Un minuto de amor

Tomó la caja y la apretó suavemente contra su pecho. Cerró los ojos. Por un minuto, tan sólo por un minuto, dejó entrar nuevamente aquel prohibido sentimiento, desterrado de su vida hace tanto tiempo, cuando decidió no sentir más y olvidar, olvidar y olvidar. Sumergirse. Perderse en la vagancia.

La noche era como todas. La ciudad, despreciable como siempre. Pero la soledad se hacía más tibia gracias a la caja, la bendita caja que esperaba por él para llevárselo lejos, donde nadie pudiera encontrarlo.

Dejó entonces fluir la sensación, esa cosquilla en el vientre que crecía y subía hasta los labios y la lengua para diluirse así, delicada, en sus ojos. En su corazón de hombre solo hace rato que no había espacio para esto. Pero qué carajos, es sólo un instante, un instante para sentir. Y lo hizo. Amó los litros en su pecho. Amó ese instante bajo la escalera, sus trapos y cartones, sus tarros, amó sus zapatos, sus heridas y las arrugas de su cuerpo. Y por primera vez en mucho tiempo, amó su estirpe indigente. Al menos durante un mísero minuto, no se odió. Se amó. Y eso fue suficiente. Ahora a seguir, seguir adelante, adiós, adiós nuevamente, me voy, me voy para siempre.

El viejo Alberto despertó de la ensoñación y de un mordisco abrió la caja. No hay más motivos para esto, pensó. Y con desesperada angustia se metió a la boca un largo trago de vino negro, que una vez más llegaba a apagar cualquier atisbo de amor en su persona.


*Texto de Absalón Opazo M., aparecido en la revista porteña "Cavila", durante 2007.