6 de febrero de 2013

Las Máscaras

En esa época yo fingía ser feliz.
Me desnudaba todas las noches, bebía
licores robados en supermercados chinos,
deambulaba espiando restaurantes de lujo
para retratar estómagos en éxtasis,
con una cámara digital japonesa.
Me comportaba como un espía ciego:
cosas horripilantes me venían a la cabeza.
No soportaba las bocinas de los autos,
los pájaros me causaban terror,
los ladridos de los perros me hacían orinar.

Pero fingía ser feliz
y las tardes me sorprendían como un querubín
ebrio de polen o miel, llorando emocionado
por la puesta de sol. O absolutamente romántico
escribía poemas con un plumón en las estaciones
del tren. Entonces creía en el poder de la palabra,
pero mi aspecto era lamentable: no comía en días,
no me bañaba en semanas, y mi ropa siempre
estaba húmeda, me sudaban las manos y los pies,
me salieron hongos en los zapatos, la cabeza
se me llenó de piojos. Comencé a comerme las uñas.
Esto último generó en mí un sentimiento de asco total,
hacia la vida y hacia la muerte, pero fingía ser feliz
y en las calles saludaba a todos los vecinos con un alegre
“buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches”,
y cargaba bolsas vacías para aparentar que comía,
que no sufría el hambre, que no estaba humillado
caminando escaso por las veredas, soportando
la provocación de las vitrinas.

Lo que quiero decir es que no pude escapar,
y me embarga una sensación de impotencia,
una vaguedad facunda;

Yo creí que escribir me hacía bien,
pero un insecto se mete en mi oreja
cada vez que menciono algunas palabras,
provocando un ataque de pánico casi
incontrolable en mi persona.

Este triste espectáculo lo he cometido
en innumerables lugares:
en la Fuente de Soda Españita
en el Internado de Señoritas
de las Hermanas Marinas de Portugal
en medio de un desfile naval
en la pescadería de San Benito;
los vecinos creen que tengo epilepsia
e insisten en hacerme morder una toalla
cuando lo que necesito es
¡sacar un insecto de mi oreja!

Debía tener cuidado con las palabras,
me mentalizaba y consumía un estricto
desayuno, procuraba aparecer servicial
y ágil, proactivo, integrado a la red social,
pero las ojeras arruinaron cualquier truco;
a nadie engañé con mis sonrisas forzadas,
me cayeron palomas muertas en la cabeza,
me tropezaba con las raíces de los árboles,
realicé absurdos reclamos en la oficina de partes
del registro civil; terminaba siempre durmiendo
en el banco de la plaza en la Biblioteca Nacional,
reblandecido por el frío.

Ahí me sobrevino esa crisis
que no se calmaba con pastillas

¡Imagínense!

Sin pastillas
nadie llega muy lejos

Yo no logro pasar frente a una estatua
sin ponerme a llorar

Creo que

La ciudad me deprime

Mas las hojas en el pavimento me recuerdan que la tierra existe
Que el alarido cósmico de los perros muertos / sigue aullando en las tinieblas de mi boca / esperándome lárico e impasible / junto a la efigie de mi vida / que se esculpe día a día / como los profundos túneles del invierno cuando Buenos Aires y sus heridas no dejan de picar / y la muerte de los días es nuestra propia muerte diaria y personal / y los pasillos de esta capitanía sin alturas semejan una selva de espejos deformes / y no hay otro camino

(Continuará…)

Chilean Way


Máquina, pedazo de metal, eléctrico,
sobornado por el sobrino del jefe,
haciendo el juego sucio, acelerado,
exitoso y conductor de vehículo propio,
puede llegar tarde y ser el primero,
trabajar con una petaquita en la boca,
pagar moteles y señoritas partime,
con tarjeta; el soborno vale oro,
zapatos, restaurantes, casinos con
botellas tan doradas como el color
de las monedas nuevas, cigarrillos y
todos los domingos libres para la familia;
empleado ejemplar, máquina aceitada,
harta grasa para que no falle, para que
haga la pega, para que se muera luego,
desechable como es, pálido y sapo,
consumidor de cerdo y teléfonos.