13 de abril de 2011

Abril

Amé del otoño su luz amarilla
cayendo chispeada en techos de
casas lejanas, siempre borrosas,
pero presentes en sus lámparas
encendidas tarde en la noche,
cuando el espiritismo de los
bosques antiguos se bebe en
vasos de piedra encontrados
en el fondo de la quebrada.

Son azules las lámparas del cielo
y cuando brota una semilla ellas
están encendidas, siempre.

Las hojas amarillas son poemas
derramados sobre la milenaria
alfombra que cargaremos como
costra algún no lejano día.

Por eso amé las estaciones,
amé el otoño de luz amarilla y su
cárcel hojalata en los cerros, allá,
en la denuncia justa de la barricada
y el apagón, en el fósforo pequeño
que nos ilumina el poema.

Ahí amé tu calor, tu vida entera
amé, y fue en otoño cuando nos
vestimos de árbol y fuimos ramaje
perdido del viento y repartimos
semillas, viejas y hermosas, y
encontramos una palabra, una
palabra, como la voz del vino,
como la voz del poema, como
la tibia entrega de un colosal
otoño, salpicado de sangre
y esperma en la barricada
sentimental de nuestras
vidas.