17 de diciembre de 2009

Amigos

No he sentido mayor amargura que cuando estuve el año pasado con Sergio, mi gran amigo de infancia, sentados en la mesa de un bar. Su vida se estaba volviendo miserable. Le había salido todo mal. Era un pobre desgraciado, desdichado, con una suerte pésima que lo perseguía por todos lados.

Cuando nos juntamos esa vez yo llegué contento. Me ha ido bien en mis asuntos, no soy profesional pero tengo mi oficio, y poco a poco he salido adelante. Hoy me puedo dar algunos gustitos, como invitar a mi amigo de infancia, que no veía hace 10 años, a tomar unas cervezas para reír y recordar viejos tiempos, brindar y… nada. Puras pérdidas mi compadre.

Mientras me contaba sus malas jugadas pensaba en lo distintos que éramos cuando niños. Yo más bien pati’pelado, él de clase media, medio tirado para arriba, siempre con los mejores juguetes, con los mejores regalos en navidad. Los cumpleaños eran a toda raja. Los compañeros de su colegio llegaban al cerro a echarle la choriá a los cabros de la cuadra, con los que me juntaba yo. Me veía en una difícil disyuntiva. Muchas veces preferí esconderme en su pieza y leer sus revistas, antes que pegarle a alguien.

De esa infancia nada quedaba. Los padres de mi amigo separados, cada uno por su lado, empobrecidos. La pensión no era lo que se creía. Mi amigo dedicó su tiempo a estudiar una carrera “con futuro”. No le resultó. No terminó. Se tiró con un negocio. Pidió un préstamo. Fue un fracaso. Lo involucraron en tráfico de películas piratas. Debe 5 meses de arriendo. No encuentra polola. Se le infectó el dedo gordo del pie en un paseo. Lo picó una abeja en la oreja (por dentro). Y así sumaba y seguía. Se estaba enfermando de depresión. Yo no sabía dónde meterme.

Cuando nos despedimos, en la puerta del bar, ya de noche, fue la única vez que mi amigo sonrió. Yo llegué a la cita riéndome y de a poco me fui apagando. Me sentía mal, medio perseguido por algo, no sé por qué, medio desconcentrado al escuchar sus últimas palabras, me voy, me decía, que te vaya pulento, respondía yo, él se despedía, yo le daba buena vibra, no recuerdo bien, sólo tengo su sonrisa clavada, la primera y la única de la tarde.

Al otro día un telefonazo sacudió mi cama. Era Elisa, la prima de Sergio. No había llegado a su casa. Lo salieron a buscar y lo encontraron muerto en el banco de una plaza, boca arriba, ahogado en su propio vómito, con una caja de vino semi vacía al lado.

Entonces pensé: su mala suerte había terminado para siempre y él con ella.

De ahí mi tremenda amargura.



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