31 de enero de 2008

Noche triste de un filósofo*

Se anunció en el Salón de Conferencias de la Universidad de Chile un ciclo de Enrique Molina sobre la Revolución Rusa. El tema era quemante y el expositor tenía un currículum imponente. Autor de obras de divulgación en que se advierte la influencia de Henri Bergson, se le reputaba entonces el filósofo chileno por excelencia. Profesor del Liceo de Talca, luego en Concepción, pasó a ser uno de los fundadores y primer rector de la Universidad que surgió en esa ciudad, con financiamiento a cargo de la Lotería. Hombre de logia, alto y flaco como un campanario, sugería la imagen misma del espíritu sumergido en sus perplejidades, cavilaciones y reflexiones trascendentales. Con físico de Quijote no dejaba, sin embargo, escapar la prosa de la coyuntura y revestirse según el color de las circunstancias.

El recinto de la conferencia era conocido nuestro. Por las mañanas solíamos escuchar allí las clases de Derecho Romano que impartía, breve y perezosamente, Juvenal Hernández, a la sazón el más joven de los rectores de la Universidad de Chile, gracias a la degollina de autoridades académicas que produjeron las efervescencias estudiantiles y políticas de 1931 y 32.

A la hora señalada, 7 PM, rodeábamos a Huidobro, aguardando con cierta desconfianza lo que diría el “Maestro de Juventudes”. El público era heterogéneo. La mitad delantera estaba ocupada por gente de edad, caballeros bien vestidos, “fans” crepusculares del filósofo penquista. La parte de atrás estaba repleta de universitarios revoltosos, a la espera de los acontecimientos.

El filósofo montó sus anteojos sobre el caballete de la nariz pronunciada y comenzó a leer con voz lejana un texto diatriba contra la espeluznante “hidra roja”. El cuento iba para largo porque se proyectaba una seguidilla de disertaciones. Desde el principio, don Enrique Molina desdeñó el método socrático del diálogo fecundo. Se divorció de la mayéutica y la dialéctica. Olvidó el distanciamiento que aconseja tratar un fenómeno social con talante objetivo. Se convirtió en un anatomista o disecador de cadáveres. Hundió el escalpelo, chorreó pus y sangre y la sala respiró los relentes sulfúricos del demonio, mensajes venidos del fondo del frío infierno siberiano. Una corriente de aire congelado recorrió el hemiciclo.

El filósofo caminaba por sendas que no eran suyas. ¿Tenía sentido conducir a ese auditorio al descubrimiento de la verdad a través del método de la pregunta? Decididamente, no. Se trataba de una conferencia, no de una clase. No estaba en el gimnasio ni en la academia. Pero no traicionaba a su maestro Platón. Al contrario, seguía el ejemplo del que escribió “La República”.

La fracción selecta del auditorio escuchaba lo que vino a oír y fluctuaba entre el horror y el éxtasis ante la denuncia de tanto crimen. La parte posterior comenzó a inquietarse y a murmurar. Tuve la impresión de que el conferenciante, absorto en su lectura, no percibía la carga de dinamita que estaba montando.

Hacia el final de su exposición, Huidobro, sin que nadie le ofreciera la palabra, subió al proscenio. Dijo con voz aplomada y acento de convicción definitiva:

“Hemos escuchado hablar a un ignorante supino, a un copista textual, a un mal traductor del francés. Todo lo que ha dicho lo ha plagiado de un libro ridículo, publicado por Henri Beraud en París en la década del 20. Fue el hazmerreír de Francia entera. Sólo ‘Le Figaro’ lo elogió, porque decía las mismas vulgaridades que ese diario ultraderechista dice todas las mañanas en sus editoriales torpemente anticomunistas”.

Estupor en el sector decente. Aplausos en la zona trasera, la tenebrosa. El filósofo sintió más que nunca la incompatibilidad entre política y alta especulación metafísica, entre meditación sobre el destino del hombre y la miseria del hombre. Se movía mejor entre el Logos y el Mito. Ahora se encontraba sumido en un abismo. Y se derrumbó en su sillón. Era la suerte de los sabios incomprendidos. Su silencio no bastó para apaciguar a las fieras. En ese ambiente no había nada parecido al Banquete de Platón. Verdad también que el suyo tampoco era el discurso de Fedro sobre el tema del Amor.

Pero no fue la voz de los bárbaros la que se escuchó. Desde la sección noble alguien dijo una frase retadora y confiada a la vez: “Que conteste el filósofo…”.

Estaba seguro de que haría polvo al poeta deslenguado. Don Enrique Molina Garmendia vaciló al escuchar ese requerimiento que provenía de uno de sus admiradores. Tardó un par de minutos largos. Se escucharon gritos de la región obscura: “Sí, que conteste…”.

Algún escéptico agregó: “Que conteste, si es capaz”.

El Maestro, siempre sumergido en la inmensidad de su tristeza ante la precariedad de la condición humana, sin mirar al mefistofélico poeta y sin ponerse de pie, musitó con voz de ultratumba: “Lo único que quiero es que mi patria se salve en libertad y democracia”.

“¿Por qué entonces apoyaste la dictadura de Ibáñez?”

Por el tuteo, irrespetuoso hasta la indecencia, se supo de inmediato que esta acusación nefanda provenía de la sección plebeya del público. La pregunta soez fue coreada por alaridos descocados y apremiantes: “Que explique, que explique ahora mismo…”.

Como si aquella fuera una orden, un santo y seña, la multitud no filosófica (noventa por ciento estudiantes) inició una maniobra envolvente. Avanzó rápida por los costados, flanqueó la reunión y se fue acercando a la tribuna hasta copar enteramente el proscenio y rodear al apenado pensador. Éste comprendió que era víctima de “La Rebelión de las Masas”, exacto diagnóstico de Ortega y Gasset, que estaba de moda en los círculos cultos de ese tiempo. Se le hizo evidente el terrible axioma, como una fatalidad dolorosa de la era moderna.

Sucedió algo peor. Las turbas formaron un círculo de hierro alrededor del filósofo en desgracia y lo sometieron a un interrogatorio tan duro como vejatorio, que difícilmente ni el mismo Sócrates hubiera podido soportar. Todas las preguntas se hacían tuteándolo con descaro, aunque el improvisado fiscal acusador tuviera veinte años: “¿Por qué expulsaste de la Universidad a un gran matemático, el profesor Domingo Almendras? ¿No podías tolerar el verdadero talento?"

Él no respondería a ese tribunal rojo que lo tenía sentado en el banquillo. “¿Por qué tú, maestro sin valor real te atreviste a exonerar de la Universidad de Concepción a un auténtico sabio, al profesor Alejandro Lipchutz?”

No eran preguntas. Eran cargos, una lluvia de acusaciones.

Los partidarios de la filosofía no cabían en sí de indignación y de pánico. Temían que pronto las emprendieran a golpes con el Maestro acorralado. Alguien se deslizó fuera para comunicar el bochornoso espectáculo a su amigo el rector. El filósofo iba a ser agredido de un instante a otro por la canallada estudiantil, azuzada por Huidobro. Había que salvarlo. El informante pensó que el rector debería penetrar al recinto donde se consumaba el sacrilegio, hablar a los alumnos y preservar la integridad física del héroe platónico, aunque se veía que era muy difícil restablecer el respeto por el mérito y la dignidad moral. Al momento, Juvenal Hernández concluyó que, dado el clima del mitin, no sería escuchado por los estudiantes ni por el poeta azuzador. Recurrió a métodos más institucionales.

Quince minutos después, varias unidades de carabineros penetraron al Honorable Salón de Conferencias repartiendo palos por arriba y por abajo. Los golpes de laque, los lumazos de la policía dolían y luego empujaron a los desalmados hacia los carros policiales, que entonces eran camiones sin toldo, donde fuimos arrojados a empellones, rumbo a la Comisaría. El poeta recibió su cuota de garrotazos. Pero parecía orgulloso y contento de haber empezado el machitún, desnudando en público a un filósofo que sin duda prefería los diálogos atenienses y encaminarse hasta el Acrópolis impartiendo con sus palabras la sabiduría en búsqueda de la verdad y de la paz. Esa noche quisieron obligarlo a beber la copa de cicuta hasta el fondo.

Antes del amanecer todos quedamos libres, con citación al juzgado por promover desórdenes en un sitio tan respetable como la Universidad de Chile.

Al salir de los calabozos compramos ejemplares recién salidos de la prensa matutina. Un diario titulaba: “A palos terminó Conferencia de Molina sobre la Revolución Rusa”. Se culpaba al poeta Vicente Huidobro de encender la mecha del polvorín y provocar el colosal desorden con su intervención, que dividió el auditorio, desató enfrentamientos entre partidarios y contrarios al conferenciante, provocó aplausos, gritos, rechiflas. Ello obligó a la policía a actuar con máxima energía, practicando numerosas detenciones a fin de rescatar sano y salvo al señor Rector Molina.

Huidobro estaba en la gloria. Hizo lo suyo. La juventud lo había acompañado en su proeza.


*Texto extraído del libro “Huidobro: La marcha infinita”, de Volodia Teitelboim.