20 de septiembre de 2007

Al oído del tiempo*

Tengo grandes sueños que acumulan tesoros en las raíces de los árboles
Tengo ese oficio que hace morir al mar
Voy andando en semejanza de cosa alada
A veces canto porque las lágrimas se hacen demasiado gruesas
El universo viene a picotear en mis manos
Los que no saben lo espantan torpemente

Tengo grandes ansias y vergüenza de todo
Como una hora que se detiene a pedir pan
Como aquel que no puede decir lo que quiere
Enterrado al fondo de su raza

Contemplo de tan alto que todo se hace aire
Contemplo el ojo enorme de la tierra
Qué hacer qué hacer
La luna insomne pasa dulcemente
Un río sin voluntad se extasía en silencio
La luz empapada en sus faroles de puertos angustiados
No sabe tampoco qué decir
Ni el faro que ilumina la vitrinas del mar

El río tiene pena
Y una tal cantidad de ojos extasiados
Que la noche podría equivocarse
Que los árboles podrían hacerse vagabundos
Luego todo se va
Y yo miro la tierra y sus distancias desesperadas
Cuando las olas se hablan entre sí

No hay formas no hay colores
No hay seres al fin en esta luz sin luz
Desaparece la creación y sus augurios
Sus pensamientos sus sensaciones y también sus imágenes
Y hasta sus sueños de substancias prisioneras
La nada luminosa
Ni luminosa ni oscura
La armonía de la nada sin armonía
La nada y el todo sin todo
Para ver esto hay que resucitar dos veces
Para sentirlo hay que morir primero


*Poema de Vicente Huidobro, publicado en el libro "El ciudadano del olvido", del año 1941.

12 de septiembre de 2007

Resaca

El soplido de la estética, el vértigo amanecer de la palabra cuadrada en el infinito, dejando su ventana abierta para siempre. En casa, algunas moscas muertas, algo de sangre en la ventana, cuadernos que se transforman en raquetas, y el sonido de la construcción del frente me recuerda el trabajo, sus sindicatos, la obra, la acalorada reunión nocturna, las impresiones clandestinas y un millar de historias de aquí a Iquique.

Llego a otro lugar. El soplido del cementerio, lleno de titanes, como una cáscara oceánica abriéndose al cosmos, como cayéndose a la galaxia, en esas noches limpias de enero, el cementerio, el océano de la tierra, lleno de historia silenciada, con un rumor de paz y marea que complica cualquier teoría sobre la vida eterna. La vida eterna y sus primas, el perdón de los pecados, el pariente rico, que no comparte nada, la vida eterna, la reencarnación, el juicio final. No. No hay nada, nada más que mar, tierra y los elementos cruzados entre sí.

Nos hacemos parte de este ecosistema, como esa zanahoria que cayó olvidada a la tierra y volvió a ser tierra (así dejó de estar sola y olvidada y formó parte de un todo). Los sentidos se van con el cuerpo. Por ende cualquier concepción al respecto es imaginaria. A mi me inquieta más pensar quien sujeta los planetas en el aire, quien los amarra en órbitas, quien enciende los soles. Hay límites o todo es infinito. Por ahí va la intuición, una tenacidad media pariente de la necedad pues a fin de cuentas nunca descubriré nada.

El soplido de la estética. Caen las últimas banderas y el gran rey corrupción capital se instala a gozar sus últimos años. Aún agoniza el cristianismo en Europa y en otros lados, pero en América Latina muchos cristianos aún dan cara y se les respeta. Caen en pedazos los edificios agrietados de la creencia partidaria. Todo se empieza a revolver, hay muchas armas en muchas manos, algo de cocaína, más de lo que creemos, y en el horizonte aúlla un pelícano convertido en zorro culpeo.

Dejo constancia de mis reparos. El soplido, la épica social americana, los trabajadores, el encanto de tus faldas. Voy y vengo por la avenida del descrédito y la lección, el aprendizaje sublime del silencio, escarbando arcilla en periferias ajenas a toda lógica. Lejos, muy lejos del centro de tus manos. El soplido, esa tierna brisa de media tarde en Playa Ancha, cambia todo y va y viene revolviendo la imaginación, las ganas, la locura.

El soplido de la estética, concepto imagen, algo inconcluso, buscando partes por el territorio castigado, donde antes hubo una patria joven y madura como la más linda de las viñas, donde antes hubo un sol que alumbraba a todos por igual. Al margen de los libros siempre han estado nuestras orillas. No entramos, no cabemos en los cuadernos sacrosantos, en los conventos convertibles del país capital. Pero nosotros somos tierra y crecemos en las raíces.

8 de septiembre de 2007

La historia de Luchín

Una noche de junio, el mes más frío del año, se cernieron nubes negras sobre la cordillera y estalló una violenta tormenta, con un furioso vendaval y lluvias torrenciales. Tendidos en nuestra cama, a salvo y abrigados mientras oíamos el golpeteo de las persianas de madera bajo la ventolera sabíamos que en las poblaciones los frágiles techos eran arrancados de los refugios improvisados, que familias enteras debían de estar expuestas al viento y la lluvia, perdiendo sus pocas posesiones. Si el río Mapocho crecía, corrían peligro de ser barridos por la inundación. Todos los inviernos ocurría lo mismo; muchos guaguas morían de frío o neumonía, pero persistía aquel estado de cosas y aparte de algunos auxilios de caridad, de una distribución de objetos usados y viejas mantas, no se tomaban medidas drásticas para socorrer a las víctimas y evitar que se repitiera la tragedia.

Con un gobierno popular, la respuesta tenía que ser diferente. Y lo fue. Organizaciones gubernamentales, sindicatos e incluso las universidades se movilizaron para llevar ayuda inmediata a las víctimas de la tormenta, que había afectado a una amplia zona y devastado muchos distritos pobres. Las tareas de rescate se coordinaron de manera tal que cada Facultad fuese responsable de un área distinta. Los estudiantes de la Universidad Técnica poseían aptitudes inestimables para dirigir la construcción de viviendas de emergencia, la provisión de agua, drenaje y otras necesidades, pero hasta los músicos y los bailarines brindaron su mano de obra inexperta y sus músculos.

Como siempre, cuando se despejaron las nubes después de la tormenta dejando a la vista la cordillera cubierta reluciente de nieve, un frío penetrante descendió sobre Santiago. Todos los vehículos de la Facultad se movilizaron para distribuir combustible y alimentos, además de equipos de salvamento a la población de Renca, pero se descubrió que sólo servían los jeeps. En las tierras bajas y en los caminos sin pavimentar el barro llegaba a los muslos. Ni siquiera era posible caminar. Los intensos vientos habían dejado sin hogar a muchas familias que trataban de buscar refugio en el único edificio un poco más grande y más sólido de la comunidad, que era la iglesia. Los niños de pecho y los de corta edad, desabrigados y descalzos, corrían peligro inmediato de enfermar gravemente.

Era necesaria una solución más drástica y se decidió evacuar a los niños al edificio de la Facultad y usar los grandes estudios de ballet como dormitorios. Esa empresa, que parece lógica si se tiene en cuenta que la salud de los niños e incluso su vida corría grave riesgo, fue sin embargo insólita y absolutamente revolucionaria.

Todo fue organizado y animado por una maravillosa mujer, ejemplar para todos nosotros. Quena era, probablemente, un prototipo del pequeñísimo pero significativo número de personas aristocráticas que se adhirieron a los cambios revolucionarios en Chile. Era una mujer bien parecida, en general desaliñada, cuyo lenguaje no era precisamente refinado, que chapoteaba vestida con un chaquetón andrajoso y unos pantalones viejos. En su juventud había pasado una temporada trabajando en una granja de Inglaterra, y se había aventurado a dar la vuelta al mundo confiando exclusivamente en sí misma para ganarse la vida y renunciando al apoyo de su familia. Ahora trabajaba como administradora en el Departamento de Danza y en aquella emergencia se convirtió en el alma de la operación de salvamento.

Nos empujó a todos, incluso a los más reacios e indolentes, a hacer algo útil. El recluido reino del ballet se vio invadido por niños desarrapados y chillones que nunca habían visto un cuarto de baño y un lavabo. Muchos padecían disentería. Estaban desnutridos, sucios y asustados al verse separados de su familia, aunque después de una buena comida caliente revivieron.

Fue la primera vez que la verdadera tragedia de la pobreza tocó nuestro cómodo mundo privilegiado y tengo la certeza de que para muchos bailarines resultó una vivencia muy importante. Aunque fuésemos política y socialmente conscientes con anterioridad, y aunque a menudo hiciéramos las habituales colectas de ropa vieja y mantas “para los pobres”, no era lo mismo que atender a aquellas criaturas, verlas comer con hambre canina y descubrir su hermosura después de lavarle la cabeza y peinar sus enmarañadas melenas para quitarles los piojos.

Uno de los guaguas que llegaron a la Facultad se convirtió en tema de una canción de Víctor. Luchín estaba gravemente enfermo de pleuresía y necesitaba constantes cuidados día y noche. Quena le había encontrado en uno de sus viajes a la población: un mugriento montoncito de harapos en el fangoso suelo de una choza donde vivía con su numerosa familia. Un caballo, única posesión de valor de la familia y fuente de su precario sustento, compartía la habitación. Luchín tenía casi un año pero era menudo para su edad. Necesitaba una prolongada convalecencia antes de que pudiera ser devuelto a su familia, de modo que Víctor y yo nos lo llevamos a casa y le atendimos durante algunas semanas hasta que más adelante, con el consentimiento de sus padres, Quena le adoptó definitivamente.

Luchín

Frágil como un volantín
en los techos de Barrancas
jugaba el niño Luchín
con sus manitos moradas
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
el caballo lo miraba.

En el agua de sus ojos
se bañaba el verde claro
gateaba a su corta edad
con el potito embarrado
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
el caballo lo miraba.

El caballo era otro juego
en aquel pequeño espacio
y al animal parecía
le gustaba ese trabajo
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
y con Luchito mojado.

Si hay niños como Luchín
que comen tierra y gusanos
abramos todas las jaulas
pa’ que vuelen como pájaros
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
y también con el caballo.


*Extraído del libro “Víctor, un canto inconcluso”, escrito por Joan Jara, esposa del cantautor chileno Víctor Jara.