7 de agosto de 2006

Apuntes necesarios para la periferia, segunda parte*

Pero la verdad de los mitos consiste en su eficacia temporal. Y estos mitos, que servían un fin histórico en beneficio de algunos, no de todos los chilenos (sin perjuicio de que los fundamentos de una parte de ellos - como los relativos a las libertades - tuviesen una validez superior al aprovechamiento minoritario al que se les sometió), demostraron su eficacia; pero asimismo su fugacidad, su carácter de trucos sociales manipulados.

Cuando una ideología es “nacional” y dura un buen tiempo, cuando es compartida prácticamente sin discusión - como sistema de valores y principios elementales -, cuando es confirmada por un debate abierto y continuo sobre sus consecuencias y sus formas, no es necesario que haya dolo directo ni siquiera en el más malicioso de sus manipuladores. Los chilenos de poder - creo decir con buena fe - eran inconscientes de la mentira final contenida en su sociedad. Ello no los hace menos responsables: sino más.

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¿En qué consistió esa ideología? Varios de sus extremos han ido apareciendo a través de las ilustraciones prácticas que son lo principal en este libro: anécdotas o historias, rememoraciones infantiles y adolescentes - las épocas en que uno sufre el choque inicial con la dosis de mentira y ficción que contiene la vida social, tantea el cómo adaptarse a ella, se crean mecanismos de protección y ataque a su respecto, y más que nada sabe hacerse en toda instancia las preguntas fundamentales. Otras resultarán del resto de este libro.

La poderosa burguesía de Chile, con sus intelectuales, su historia social identificada a la historia del país, su hegemonía ideológica cristalizada en una institucionalidad capaz de englobar todo lo legítimo, de legitimar lo asimilable y de condenar lo refractario, con sus mitos ancestrales y su aptitud a continuar poblando el Olimpo chileno, esa burguesía, fauna y bosques sagrados de la “copia feliz del Edén” (himno nacional de Chile), ¿quiénes la componían, cómo se había formado, qué era?

A Chile llegaron los Conquistadores. Ciento cincuenta hombres jóvenes y una mujer, concubina de su jefe Pedro de Valdivia. Se cree en Chile que una circunstancia diferenciaba a estos Conquistadores de las otras meznadas españolas: mientras aquellos que cubrieron las otras vías de América se abren camino por tierras ajenas en busca de oro y para mayor gloria del rey y Dios, los conquistadores de Chile habrían celado, además, un diverso propósito. Se sabía que lo que fue por ellos llamado Chile era pobre, su naturaleza cruel, su escasa población más irreductible que las conocidas desde Nueva España hasta Perú. La experiencia frustrada de una primera conquista en 1537 que diezmó a los soldados selectos del gran Almagro y arruinó para siempre a su jefe, habían hecho de Chile una palabra maldita. Valdivia y sus compañeros habrían partido a la conquista de las tierras del sur no para hacer fortuna y retornar a España, sino para crear una nación para ellos y las generaciones de sus descendientes.

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¿Será cierto? En todo caso es la versión clásica. Muchas penurias pueden haber imaginado Valdivia y sus seguidores, para sí y para sus herederos, pero no es probable que hayan previsto la resistencia encarnizada de un pueblo indígena mapuche que no tenía imperio ni gran nombre en América, y que sin embargo, se hizo de un nombre en la propia guerra con los españoles: Arauco. El nombre de este pueblo le fue dado por sus enemigos, se hizo nación en sus combates, la gesta de su guerra, que duró siglos, fue obra de un poeta que los admiró peleando en su contra. La epopeya de La Araucana, de Don Alonso de Ercilla y Zúñiga (uno de los pocos conquistadores de las primeras hornadas que tenía derecho legal a usar el Don), creó el segundo catálogo de mitos chilenos: la guerra natal de gran estilo, cuyos episodios de sangre y de honor harían de Chile la única nación moderna nacida de una epopeya.

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Por décadas en los siglos XVI y XVII los colonizadores de Chile eran guerreros. Estaban obligados a empuñar las armas y juntamente impelidos, so pena de aniquilamiento, a ser más industriosos y más duros en su trabajo y en la administración de la fuerza de trabajo de indígenas y mestizos que los colonizadores de las tierras fáciles de los grandes imperios, de las fabulosas riquezas del resto de América. He aquí una tercera fuente de mitología.

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En el siglo XVIII los Borbones de España hicieron posible, con sus provisiones económicas y administrativas, el flujo a Chile de ondeadas colonizadoras de un carácter distinto: los llamados en general “los vascos” comenzaron a llegar, primero hombres solos, luego en ligas de hermanos, primos, parientes. Se casaron entre ellos pero también eligieron las herederas más ricas en tierras, joyas, casas, tradiciones, entre las antiguas familias de las cohortes conquistadoras. Habrían absorbido así la mejor riqueza del país. Habían formado bloque, desde fines del siglo XVIII hasta entrado el XX. Serían la “clase alta” chilena. Su tensión social con los grupos, más numerosos pero más disgregados, de los linajes “venidos a menos”, sería el tema de la verdadera “cuestión social” interior por el mando del país. Cuarta serie de “mitos”.

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Las guerras de independencia entre 1810 y mil ochocientos veintitantos habría sido la quinta gesta chilena. La población mestiza sería prácticamente homogénea. Dirigidos simbólicamente sus intereses por los caballeros de la capital y las provincias, descubierta la “ignominia” del estado colonial, se decide la independencia política, y que el país sea gobernado por los criollos, no por los empleados del rey. Ayudados por los patriotas argentinos, los chilenos liberan su propia tierra y emprenden la hazaña de libertar al Perú, Virreinato legendario pero inepto, que necesita de Chile, más pobre, más sobrio, pero más valeroso y decidido, para expulsar a los españoles.

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Las luchas de la Independencia provocan sin embargo el caos político en Chile. Muchos “ideólogos” provenientes de toda América, impiden que en el país se de un gobierno ordenado. El genio de la raza chilena suscita un hombre de razón: don Diego Portales. Mercader al por mayor, contratante de un estanco fiscal, sin compromisos - por demasiado joven e indiferente - en las escaramuzas políticas de la Independencia, devela con un golpe de ojo magistral en poquísimo tiempo, cuáles son las fuerzas sociales y económicas, vivas y aptas para formar un bloque sólido de poder en el Chile de 1830. En la República recién nacida, funda el Estado. Sexto mito.

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Las peripecias de la fundación del Estado cuestan la vida a Portales, que por su muerte, a manos de un grupo de oficiales insurrectos fracasados, consolida la forma institucional de esa obra de razón política. La Constitución (de 1833) y los Códigos, cuyo modelo está en el Código Civil de don Andrés Bello - el arquetipo definitivo del intelectual chileno -, reciben la garantía de sangre de que esta obra impersonal de las clases dirigentes: el Estado y sus instituciones, merece que los mejores hombres de carne y hueso mueran por ella. Morir por la legitimidad es el séptimo gran complejo mítico.

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Chile no es sólo una nación, es ya un Estado. La República, como persona moral en una América confusa, indecisa, inmadura, es superior a sus fronteras geográficas, chilenos de empresa se esparcen en las zonas vacías de jurisdicción dudosa: el desierto del norte, los contrafuertes de los Andes, el océano infinito al oeste. Labran minas de plata nueva, disfrutan la utilidad inédita del salitre, ¡hacen correr el peso chileno en las islas del otro lado del Pacífico y hasta en China! La burguesía es nacional. Tiene capitales, bancos, barcos de cabotaje y alta mar, hombres de empresa, una administración organizada del Estado, un ejército capaz de guerras de anexión. En la era de Portales y Andrés Bello, el ejército, sometido finamente sin discusión al poder civil impersonal, había servido, triunfando en la guerra preventiva contra la Confederación Perú-boliviana, para que la entidad moral del nuevo Estado de Chile fuera reconocida inviolable por sus vecinos. Cuarenta años después la existencia de una clase empresarial nativa deseosa de probarse en la expansión económica justifica la proeza de una nueva guerra contra Perú y Bolivia que tenga ahora fines económicos de provecho. Esta guerra es ganada. Chile crece geográficamente. Octava galería de mitos.

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Aparece la concupiscencia del capital extranjero. Chile tiene demasiadas riquezas. El monopolio natural del salitre, conquistado en la “Guerra del Pacífico”, es presa apreciable y también natural de Imperio Británico que no en balde domina media mundo. La liquidación de la guerra del Pacífico le da la oportunidad de introducirse masivamente en esta nueva Cucaña de millones. El último de los burgueses nacionales, el Presidente Balmaceda, osa enfrentarse al extranjero. No sabe dar satisfacción política al bloque social dominante, éste hace causa común con los intereses británicos, y Balmaceda, pese a haber recurrido en su desesperación a una incipiente “clase media” burocrática, pierde la guerra civil y se suicida. Queda consagrado el rito de que la legitimidad nacional cuesta la vida de quien la simboliza. Noveno mito.

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Chile de transforma en factoría privilegiada. Vive de las rentas del salitre que otros explotan; la política es cosa de gente de club y de círculos, un juego serio de sociedad. Pero el espíritu de la burguesía nacional ha impregnado desde la época heroica de los hombres de Estado y empresa del siglo XIX, la representación ideológica que el chileno dirigente se hace de su país. Después de treinta años de política de salón, las crisis generadas por la Primera Guerra Mundial y por la reconstitución posbélica del mundo dan lugar en Chile a ensayos tenaces y superficiales por recuperar, reconstruir o reinventar una forma viable para el Estado nacional, repristinando el rol de la clase dirigente como una verdadera administradora legítima de las fuerzas de la nación. Con altibajos, tal intento habría asumido el buen camino, aunque incorporando a la vicisitud del camino cierta hostigosa sensación de que una crisis mayor puede ser siempre inminente. Dirige el país por segunda vez Arturo Alessandri Palma (bajo su presidencia nacen o crecen quienes hoy dirigen en Chile); deja lugar a Aguirre Cerda, el del Frente Popular, a quien sucede Juan Antonio Ríos, radical también pero más autoritario, a cuya muerte es elegido González Videla en un movimiento, que simulaba ser profundo, de reacción contra la irrisoria “fronda aristocrática” de principios de siglo, y a Ibáñez nuevamente fracasado lo reemplaza un hijo de Alessandri que ensaya todas las recetas conservadoras a su alcance sin éxito, y a éste Frei y a éste Allende. La curva de ficticias acciones y reacciones del mismo círculo encantado, para quebrar la recurrente pesadilla política que había sido, a contar de fines del siglo XIX, el efecto en la conciencia y subconciencia social de la burguesía chilena, de su enorme y costosa frustración al no poder constituir una verdadera burguesía nacional, ha dado origen durante los últimos cincuenta años a una décima categoría de mitos burgueses.

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Este libro no pretende hacer historia científica. No puede pretender que la enumeración anterior forme un cuadro de la realidad social efectiva de Chile (faltan, nada menos, proletarios y campesinos…). Pero expresa los datos de que disponía la conciencia histórica de la clase dirigente chilena sobre sus propios avatares como clase. Son los arquetipos psicológicos con que el pueblo de Chile se encontró al iniciar su odisea de Gobierno Salvador Allende.

En esta historia reducida y deformada, se delinea además la partenogénesis por la cual la clase social dirigente creaba estratos sociales interiores en su lucha con su propia sombra por el poder.

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La llamada clase alta… Mejor ni hablar de ella: cada vez sabe menos ella misma lo que es hoy. Su conciencia de sí la componen una vaga nostalgia porfiada de sus tiempos favoritos, los de la época del parlamentarismo y las rentas del salitre, su bella época inútil de hasta el año 20, el tributo mental que paga a sus penates - las duras figuras de cera de los constructores de la república en el siglo XIX -, la idea que se hace de una Europa que no existe - que tal vez nunca existió -, lugar de “retorno” deseado e imposible. Pero en lo profundo de sí misma se ha ido reconociendo - con la pérdida del prestigio que tuvo cuando sus costumbres hacía ley - lo que siempre ha sido en realidad: una burguesía tenaz y rapaz. Vuelve a abrir tienda, como en el siglo XVIII, a veces muy concretamente, otras ejerciendo las actividades más variadas con un espíritu de comercio al por menor. Pero pierde la ilusión de sobrevivir compacta, se disfraza de clase media, sumiéndose en cualesquiera familias que prometan fuerza económica o política, se resigna gustosa a la compañía poco recomendable de hombres de fortuna nueva, de extranjeros de apetito insaciable y urgente, está dispuesta a servir a los militares, renunciando, como eran sus hábitos, a servirse de ellos. Sin embargo produce, ya que no tropas, al menos cerebros de choque, capaces de indicar el sentido correcto a la nueva coalición de la burguesía, de administrar la nueva concentración monopólica, de seducir a ciertos militares inseguros y atrasados de noticias, de prestar apariencia histórica respetable a la traición colectiva de la clase burguesa al país.

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Los uniformados, ¿serían caballeros? Algunos oficiales tenían conducta de caballeros. Otros eran “caballerosos”, no más. Unos pocos llegaban a ser caballerescos, quijotescos. ¿Y los demás? Los oficiales de caballería, y hasta ciertos centauros de Carabineros, disponían de tiempo, asistentes u ordenanzas, caballerizas, picaderos, pesebreras, y podían sentirse - literalmente - caballeros, lo que ya les estaba vedado por las exigencias de la lucha social y política a los antiguos caballeros, aun a los dueños de fundos con haras. Todas estas singularidades gratuitas que aislaban en un ángulo del grupo escultórico burgués al “inocente” militar, separaban a estos oficiales de la clase media civil.

Cuando esta clase media, frente al sordo tronar de las masas populares, se descubrió como lo que era: el tronco de la burguesía chilena; cuando la “clase alta” decidió reconocerse cabeza predestinada no de todo el país sino de dicha burguesía; cuando los pequeños trepadores del pequeño comercio, la pequeña empresa, la pequeña profesión liberal, cerraron filas admitiendo que la burguesía en Chile era una sola, muchos oficiales de las Fuerzas Armadas sintieron el llamado a la guerra social, recordaron a sus padres, pensaron en sus hijos, tantearon sus bolsillos, revisaron sus armas, carraspearon y dieron órdenes: eran, se dijeron, clase media, es más: eran el nervio de la burguesía. Fueron la punta de lanza del bloque burgués. Se alzaron contra el pueblo.


*Textos extraídos del libro “Caballeros de Chile”, de Armando Uribe, escrito entre marzo y junio de 1974.